Cirilo y el número «pi»

Cirilo Berlango y su mujer Rosa Palomino, familiarmente llamada «Mama Rosa», el día de su boda. Contaba ella 18 años y Cirilo 23.

No tenía Cirilo Berlango más conocimientos de ciencias que los que dan las cabañuelas, y su saber de letras no llegó más allá de la necesidad de entender la sentencia que lo privó de libertad durante largos años por pensar diferente de lo oficialmente establecido. Y por favor, no me preguntes el color de su bandera, ni sus himnos, ni sus credos, ni sus consignas. A fin de cuentas la injusticia, la barbarie y la ignominia siempre han tenido el color de las lágrimas y la rabia, siempre han sonado a falta de pan y de sentido común.

Pero no hay mal que por bien no venga, se decía resignado Cirilo Berlango, pues fue a dar en aquella cárcel con un viejo profesor de matemáticas, recluso como él, que por mejor entretener el tiempo le enseñó a aquel bracero –hijo de los olivares de este Santo Reino de Jaén— los entresijos del álgebra, los secretos de la trigonometría y todo el universo que guarda tras de sí el número pi.

Y acabó Cirilo Berlango sabiendo leer y escribir, pues era hombre que tenía a sus cuarenta años la mollera abierta a estas disciplinas. Por las mañanas, temprano, pasados los primeros meses, ya hacía ecuaciones de segundo grado bordando las raíces cuadradas del discriminante. Al medio día, invariablemente, después del recuento, calculaba la latitud de aquella cárcel por las sombras que las rejas proyectaban en la pared de su celda. Por las noches de invierno, que fueron muchas y frías, esperaba a que apareciera en el cielo de su reducido tragaluz la estrella Sirio, aquella que más luce en el hemisferio Norte siguiendo como un fiel perro a la constelación del gran cazador Orión, pues también tuvo tiempo de aprender –y quien le enseñara– el nombre de las estrellas del firmamento.

Cirilo Berlango, después de aquella experiencia, pasó el resto de la vida, que fue larga y longeva, en su aldea trabajando como bracero en el campo. Jamás guardó rencor a quienes le encerraron por sus ideas políticas, pues gracias a ellos se cruzó con el álgebra y con la trigonometría, y con el nombre de las estrellas, pero sobre todo supo de la existencia del número pi.

Al alcanzar la libertad nunca llegó a entender por qué fue a la cárcel, ni para qué podía servirle el número pi a un hombre libre, ni cómo las ecuaciones de segundo grado podían mover más rápidamente la azada ni los otros aperos, ni tan siquiera los cosenos y las tangentes le hicieron falta nunca en la recolección de la aceituna. Pero cada domingo cuando se reunía con su familia –como un viejo ritual surgido de una ancestral promesa– entorno a una sartén grande de arroz con carne, siempre se acordaba del número pi y de la gazuza con la que supo de él en la prisión.

Lo conocí cuando ya era viejo y aún le gustaba guisar los domingos que le llevaban una pieza de caza. Uno de ellos compartí con él su mesa, su pan y un inolvidable arroz con conejo. En un momento de la comida, cogiendo una tajada de carne me dijo con la solemnidad y la complicidad de quien comparte un secreto de estado: En el borde de la sartén, del mismo modo que en todos los platos redondos, hasta en la cara oculta de la Luna, se esconde el número «pi». Pero lo que no saben los matemáticos, con su álgebra y con su trigonometría, es que la cabeza de un conejo de campo quisado con arroz tiene tres sabores diferentes. Uno, el de los carrillos donde se le juntan las carnes de la cara, otro el de la lengua, y como remate el chupetón final que se le da a la sesada. Para ello el arroz no debe estar ni muy seco ni demasiado caldoso, ni duro ni blando, ni frío ni caliente. Y en estas cosas no hay más números ni ecuaciones que mucha vista y sentir el cariño de la familia.

Tal vez Albert Einstein, el más grande físico y matemático de todos los tiempos, estuviera pensando en alguien como Cirilo Berlango cuando escribió aquello de: Sólo el que lo ha vivido sabe lo que son años enteros, presintiendo y buscando en la oscuridad con un tenso anhelo, la alternativa de firme esperanza y desfallecimiento; hasta que por fin irrumpe la claridad.

Y es que no hay nada como las cosas sencillas a la hora del comer, que algunos de puro finos intentan ponerles un braguero hasta a los números quebrados, como a modo de conclusión me afirmaba entre risas el bueno de Cirilo, de quien tanto aprendí, por cierto, sobre la claridad einsteiniana de la vida que se esconde tras el número pi y el arroz con conejo comido los domingos en familia.

(Cirilo Berlango murió a la edad de 91 años en 1979)

© José María Suárez Gallego

José Tomás: Un poema con versos de escalofrío

Memorias de Tabertulia.

Uno, que no sabe de toros pero frecuenta los santuarios taurinos como si estuviera en una perpetua peregrinación para ganar el jubileo de lo cotidiano, tiene en ellos la oportunidad de ejercer de corresponsal de guerra durante los debates que se traen los taurinos y los anti taurinos, para terminar siempre haciendo crónica, como corresponsal de barra, de las orejas que le cortamos a la vida junto a un vaso de vino y al amparo de una  tertulia.


El pueblo del que soy cronista oficial, Guarromán, fue colonizado por alemanes allá en tiempos del  rey Carlos III, hace ya casi dos siglos y medio. Cuentan una historia, que sospecho falsa, pero que no me resisto a contarla: En los años cincuenta se encuentran el mayor filósofo alemán, Martín Heidegger, y el mayor filósofo español, José Ortega y Gasset. Pregunta el primero, con un punto de xenofobia: “¿Por qué hay tan pocos filósofos españoles?”. Responde el segundo, con un punto de ironía: “¿Y por qué hay tan pocos toreros alemanes?”.


Y a uno se le hiela la sangre de alimentar veletas cada vez que oye hablar de rescates y pandemias. Los españoles  ante estas cosas somos lo que  decía Gabriel Celaya en unos versos:

Soy ibero y si embiste la muerte, yo la toreo.


Lunes Santo. Media tarde. En Guarromán ha llovido y el sol se debate entre rizos de nubes y olivos. Estamos en el bar. Llega el maestro José Tomás. Le estrecho la mano.

Maestro, tiene usted las manos frías –le digo–. Sonríe.

Y usted, maestro,el bigote  blanco. –Me dice—

¡Cosa de los años! En él se me ha  ido quedando el miedo hecho  espuma. –Le respondo–

Compruebo que es cierto: El maestro José Tomás no huele a ciprés. Aunque su presencia es un poema con versos de escalofríos.

© José María Suárez Gallego

Juanito el barbero de Linares, (in memoriam)

Juan Argudo (el segundo por la derecha) con el maestro Antonio Ordoñez y el premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway, en la plaza de toros de Linares.

Me contaba Juan Argudo, el barbero de Linares, a quien el universal maestro de la guitarra Andrés Segovia le dio el honroso titulo de «arquitecto de mi cabeza» por ser su peluquero, que el insigne concertista compartió en Madrid durante sus años mozos una tertulia a la que acudían entre otros el poeta Federico García Lorca, el pintor Salvador Dalí, el poeta y pintor Rafael Alberti y el director de cine Luis Buñuel, cuando éste último, en la Residencia de Estudiantes, fundó el primer cine-club de España, allá por el comienzo de los años veinte del pasado siglo XX. De ellos, el que no era perito en lunas, como habría de decir el poeta Miguel Hernández, lo era en estrellas, pero todos fueron diestros en atrapar el tiempo, que no en vano a Dalí se le derretían los relojes en sus pinceles. Tan ilustre tertulia recibió el nombre de «Malditas sean las prisas».

Una vez al mes acudía, sin prisas, al sillón de su barbería, junto al cual llevaba Juan Argudo desde los ocho años, precisamente desde cuando su padre, ante la alternativa de mandarlo como «niño de carga» a los terreros de las minas, como tantos niños mineros de la posguerra, prefirió que fuera aprendiz con un sacamuelas de la céntrica calle de Los Riscos, pensando que al menos allí encontraría un techo para la lluvia del invierno y una sombra para el sol terrible de los verano del sur. Más de cincuenta años llevaba Juanito -que, además de barbero, fue en otros tiempos un novillero valiente- siendo el arquitecto de las cabezas de Linares y de casi todos los toreros que por ella han pasado

No fue casualidad que a la primera corrida a la que lo llevara su padre fuera aquel 28 de agosto de 1947 cuando el toro «Islero» mató en Linares a Manolete. Pero no es ese hecho el que se le quedó grabado a aquel Juanito que escasamente contaba con diez años de edad, sino el avión que, volando muy bajo por un cielo plagado de las chimeneas de las minas, revolucionó a las gentes al día siguiente de aquella tragedia taurina. Más de medio siglo llevaba Juan Argudo entre la barbería de las Ocho puertas y la del Lugarillo hablando de toros y toreros, de las muchas anécdotas que a tantos linarenses les han acontecido, de aquellos tiempos cuando Linares tenía una sucursal de BanCo del España, y de cuando los tranvías -que entonces eran el progreso- se cruzaban con los arrieros y sus recuas de borricos que venían por las tardes de Sierra Morena con cargas de leña, jaras y lentiscos, el ramón para que ardiera en los hornos de las tahonas linarenses. Y en aquellos años difíciles, entre la leña, venía de estraperlo la carne de gabato o de ciervo viejo en adobo que los furtivos le ganaban a la sierra mientras musitaban por lo «bajini»: «Carne pal hambre ganá con el sudó del hambre»

Yo no sé si habrá una medalla para los que le ganaron la partida al tiempo entre tijeretazo y tijeretazo, y vaivenes de la navaja barbera en el cuero. Yo no sé si con una hojalata de colores podrán pagarse más de cincuenta años de tertulia y de historia a pie de acera, pero por si así fuera, yo la pedí para Juanito Argudo. Aunque la foto junto a Ernest Hemingway y Antonio Ordóñez en el callejón de la plaza torera de Linares -el albero de Santa Margarita- bien pueden valer todas las hojalatas en las que las humanas vanidades sacian sus efímeras glorias. 

Ya no tiene Linares tranvías, ni sucursal del Banco de España, ni arrieros con los que cruzarse ni, afortunadamente, «niños de carga» en los terreros de las minas, pero sigue viniendo la carne de monte en adobo desde Sierra Morena, y Juanito, el barbero, seguía recordando anécdotas como ésta: «Estando próximo a cumplir el maestro de la guitarra don Andrés Segovia los noventa años vino a Linares y, como siempre, fue a visitar el santuario de la Patrona, Nuestra Señora de Linarejos. Tomás Reyes Godoy, quien hubiera sido alcalde, médico y amigo suyo le dijo: «Andrés, pídele a la Virgen que te dé otros noventa años de vida», y don Andrés, socarrón, le contestó: «¿Y quién eres tú para ponerle coto a la Virgen?»

Por algo dirían aquellos ilustres intelectuales de la Generación del 27 lo de «malditas sean las prisas», pero Juan Argudo, en las tertulias, con todo el respeto, le ha llegado a corregir la plana hasta al mismísimo don Matías Prats: «Aquel toro de Domecq que indultaron se llamaba Pomposo, don Matías, Pomposo». Y es que más de cincuenta años hurgando en el albero de las cabezas son un doctorado, de esos que da la vida en el aula magna de la calle, en el pupitre en el que se convierten los mostradores de las viejas tabernas del sur, aquellas donde aún se oyen al son de una guitarra las voces quebradas del tiempo recitando viejos versos

Linares limita al norte
con la taranta,
al sur con un suspiro,
al levante con los toros,
y al poniente con el vino. 

Y en cada taberna tiene
un balcón asomado a un precipicio,
donde vuelan las palabras
como sueños de chiquillo,
donde los poetas sueltan 
las palomas de sus versos,
y los grajos de sus gritos:

¡Oiga, señor!
¡Que no se prohíba el cante!
-y disculpe usted si chillo-

¡Que le perdonen la vida
al bueno del gusanillo!,
ese que matan al alba
los que ahogan su extravío.
Que en esta tierra bebemos
sólo el corazón del vino,
ese que en el aire suena
más que el ruido del martillo
robándole a los barrenos
la gloria de su estallido.

© José María Suárez Gallego

Las tabernas

A mueca la azumbre. Fotografía de Arturo Cerda y Rico. (1906) Publicada en Revista Don Lope de Sosa.

(Publicado en Diario JAÉN el viernes 11 de enero de 2019)

             “Si es o no invención moderna / vive Dios que no lo sé, / pero delicada fue / la invención de la taberna”.  Versos de la Cena Jocosa de Baltasar de Alcázar.

            Hasta hace bien poco tiempo eso de que las tabernas, y todo su entorno, formaran parte de la cultura oficial no era más que una tímida pretensión de quienes querían dar a su afición a la tertulia, con vino de por medio, una noble legitimidad. ¡Como si la necesitara el crisol donde el cante se hizo verbo! Y el verbo, irremediablemente, acabó haciéndose patria.

            En torno al mundo de la taberna y del vino ha existido siempre un cierto prejuicio y repelús por parte de la llamada gente bien. Aunque ya los monjes del medievo, que tanto sabían de claustros, bodegas y lagares, venían a decirnos: «Confía más en el eructo de un beodo que en la oración de un hipócrita». Y cuando ellos, sillares de lo que hoy llamamos Cultura Occidental, llegaron a tal conclusión entre códices, candiotas y maitines de misacan­tano, será porque existe una verdad intangible a caballo entre el «Ora et labora» de San Benito y el «In vino veritas» de Kierke­gaard. Es cuestión de descubrirla. Eso sí, sin olvidar que tanto los abstemios como los borrachos dicen la verdad sólo y exclusivamente cuando la poseen.

            El hombre, como el pez, muere por la boca, no por lo que come o bebe, sino por lo que habla, (consideraciones de dietética aparte). De ahí la importancia de saber apreciar el hecho de que un grupo de hombres, casi siempre, coman, beban y hablen en un recinto que genéricamente llamamos taberna, y no mueran en el intento. Un viejo cuento japonés nos dice al respecto que, en la primera copa, el hombre bebe vino; en la segunda, el vino bebe más vino, en la tercera el vino se bebe al hombre. Algo parecido nos advierte Don Juan Manuel en El libro de los enxiemplos del conde Lucanor et de Patronio: «El vino es muy virtuoso / y mal usado es dañoso.»

            El escri­tor finlandés Mika Waltari, autor de Sinhué el egipcio, quien, por medio de la metáfora, llega en el tema a la propia esencia existen­cial del hombre cuando dice que: «La vida es una for­midable borrachera y la muerte es su resaca».    

              El mismo Leonardo da Vinci entre 1470-1480 trabajó como tabernero para aumentar la exigua renta que le procuraban los pequeños encargos que le hacía Verrocchio. Será jefe de cocina, con veintidós años, de la famosa taberna de «Los Tres Caracoles», junto al Ponte Vecchio de Florencia, hasta que en el verano de 1478 fue destruida por un incendio provocado en una riña de bandas rivales florentinas. Inmediatamente improvisó con su amigo Botticelli un establecimiento en el mismo lugar, en su mayor parte construido con viejos lienzos del taller de Verrocchio, al que llaman «La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo». El local no tuvo éxito, entre otras cosas, como argumenta Botticelli, ¿quién va a entender un menú escrito de derecha a izquierda? Dos décadas más tarde dedicó tres años de su vida a pintar La Cena (la última cena de Cristo), tal vez su cuadro-mural más famoso junto a la Gioconda, en el que de forma tan austera logró plasmar toda la magia de un grupo de amigos que comen, beben y hablan del cotidiano devenir de lo místico y lo profano, e incluso cantan. Entonan los himnos de la Pascua, el ritual hebreo «Hallel». Carne, pan, vino y canción. Y un estremecedor brindis a toda la Humanidad: «¡Para que os améis los unos a los otros!».         

            Carne, pan, vino y cante en su justa medida, ¿Acaso no son los pilares sobre los que se sostiene la liturgia tabernaria? Roto el equilibrio comienza la «enrea», donde el vino acaba por beberse al hombre y la muerte comienza a ser un poco la resaca de la vida, pero siempre desde la gastrosofía, resumida magistralmente en los versos del poeta malagueño Manuel Alcántara: «Cuando termine la muerte, / si dicen a levantarse / a mí que no me despierten.»

Aunque la taberna nunca ha dejado de ser un reflejo de la vida misma: «Cuando un pobre se emborracha / con un rico en compañía, / lo del pobre es borrachera /y lo del rico alegría».

©José María Suárez Gallego

(Publicado en Diario JAÉN el viernes 11 de enero de 2019)

Los cuatro puntos cardinales del Linares tabernario

A mueca la azumbre, Arturo Cerdá y Rico, Don Lope

A mueca la azumbre. Fotografía de Arturo Cerda y Rico. (1906) Publicada en Revista Don Lope de Sosa.

 

Memorias de Tabertulia: Andanzas y pitanzas del prior de la Cuchara de Palo.

 

Linares Tabernario

Linares limita al norte

con la taranta,

al sur con un suspiro,

al levante con los toros,

y al poniente con el vino.

 

Y en cada taberna tiene

un balcón a un precipicio,

donde vuelan las palabras

como sueños de chiquillo,

en el que los poetas sueltan

las palomas de sus versos,

y los grajos de sus gritos:

 

¡Oiga, señor!

¡Que no se prohíba el cante!

-y disculpe usted si chillo-

¡Que le perdonen la vida

al bueno del gusanillo,

ese que matan al alba

los que ahogan su extravío!

¡Que en esta tierra bebemos

sólo el corazón del vino,

ese que en el aire suena

más que el ruido del martillo

robándole a los barrenos

la gloria de su estallido!

 

© José  María  Suárez Gallego

Tortilla al gusto de Alfonso XIII

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Tortilla al gusto de Alfonso XIII, en el Mesón Despeñaperros, de Santa Elena.

MEMORIAS DE TABERTULIA

…Y tras la hendidura de Despeñaperros se abren las tierras de Olavidia. Por fin Andalucía, emoción que se derrama de las entrañas mismas de Sierra Morena buscando el curso del padre Guadalquivir para abrazarse con la mar océana en la lejana Sanlúcar. Y a lo alto Santa Elena, bajo la mirada centinela del Castro Ferraz y el Muradal, actúa como partera en el nacimiento de las tierras andaluzas.

Ni qué decir tiene que la entrada a este viejo Reino de Jaén desde la Mancha es todo un espectáculo de luz, color y hasta sabor. Frente al horizonte manchego, rectilíneo e impreciso en la lejanía, se antepone el horizonte quebrado, incrustado en Sierra Morena con la precisión de las quebradas que a tiro de piedra parecen abrirse en el desfiladero. Lugares mágicos como la Cueva de los muñecos en el Collado de los Jardines donde los iberos depositaban figurillas como exvotos a sus deidades.

La entrada a Jaén, y por tanto a Andalucía, por el camino del norte ha cautivado a reyes, nobles, viajeros y bandoleros. Habrá de decirle al arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, el rey Alfonso VIII, aquel 16 de julio de 1212 cuando la Batalla de las Navas de Tolosa: «Muramos aquí yo y vos, buena nos es en este lugar la muerte«. Pero no habrían de morir extasiados por el paisaje, pues un pastor que unos dicen se llamó Martín Halaja y otros Martin Malo, y la leyenda cuenta que fue el mismísimo San Isidro, les habría de indicar con una de sus vacas un paso propicio por donde ganar la batalla. Como recuerdo quedaría en aquel sitio para los siglos venideros, una ermita en honor de Santa Elena, madre de Constantino el Grande, que custodió la cruz de la Cristiandad

La leyenda hecha tradición quiso situar por estos pagos la mítica cueva del bandolero José María «El Tempranillo», y dicen que en los días de tormenta cuando amaina el viento y deja de asustarnos el rayo con el estallido de su trueno, en el aire limpio, aún se oyen los cascos de los caballos de su cuadrilla batir su huida por el desfiladero.

Y si un rey Alfonso, el VIII, quedó unido a la historia de Santa Elena por culpa de una batalla, será otro rey Alfonso, el XIII, el que también se una a la historia de este bello lugar por mor de una singular tortilla a la que dio nombre, la «tortilla Alfonso XIII», que aún puede degustarse en su Mesón teniendo a lo lejos como paisaje el espectacular paso de Despeñaperros. Su origen hay que buscarlo en los años veinte del pasado siglo y en el que fuera cocinero del Marqués de Comillas, padre de los primeros dueños de este mesón, quien estando invitado el rey Alfonso XIII en casa del marqués y queriendo quedar a la altura de tan egregio paladar, hizo una tortilla con la que sorprendió muy gratamente a su majestad. Tenía como ingredientes, además de los consiguientes huevos de toda tortilla, jamón picado, champiñón, trufa y riñones de cordero, todo ello en una base de una rebanada de pan frito, adornado con un champiñón, regado con tomate frito, un huevo asado y todo ello rematado y ensartado en un espadín toledano. Saboraje que se funde en el paisaje del Parque Natural de Despeñaperros desde donde nace Andalucía en el regazo mismo de Santa Elena, con la intimidad de un zaguán y con la complicidad de la luz y la leyenda de las tierras de Olavidia, que como un abrazo acogen al viajero.

© José María Suárez Gallego

(@suarezgallego)

Dieta, mangueta y siete nudos a la bragueta

dimutivos en gastronomia

Memorias de Tabertulia

Mira, paisano, los avances científicos y tecnológicos de estos últimos tiempos nos han traído engendros gastronómicos como el vino  sin alcohol, la leche desnatada, el jamón sin tocino, los yogures biomilagrosos, las angulas sin ojos, los  sucedáneos de mariscos, las sopas instantáneas, el caviar de plástico, los pollos hormonados, los dulces sin azúcar, el café descafeinado, el pan de chicle y la comida rápida “américan style”, tras la que –dicho sea de paso— se esconde toda una filosofía de la llamada “ingeniería histórica” por la cual los pequeños aconteceres de nuestras vidas –y el comer es uno de ellos– han de encajarse de forma perfecta y anónima en el puzzle de los grandes sucesos de la Historia, siempre acordes éstos con los intereses de quienes manejan las riendas del mundo.

Fíjate, paisano, que es a la hora de las comidas cuando los telediarios, entre cucharada y cucharada de sopa, nos hacen creer que nuestra anodina vida forma parte del devenir glorioso de la Historia, en una clara versión actualizada del viejo refrán “dame pan y dime tonto… pero con mucho kepchup”, al que el periodista norteamericano Walter Lippmann, ya en 1921, se refería al apuntarnos que el gran secreto para que la democracia funcione reside en la habilidad que sus dirigentes tengan para “fabricarse” el consentimiento de los ciudadanos. Votantes de diseño para escribir la Historia previamente diseñada. Así sin más, paisano.

Es como si el neoliberalismo globalizado, creándonos nuevos sentimientos de culpa, pretendiera hacer de las dietas de adelgazamiento y de la presión fiscal unos eficaces instrumentos de control de las relaciones sociales, culturales, económicas y políticas de los ciudadanos. Esto no suena a nuevo, paisano, pues ya el médico Pedro Recio de Tirteafuera le amargaba  la vida al pobre Sancho Panza con una estricta dieta mientras ejercía de gobernador en la ínsula Barataria, hasta tal punto que le hizo exclamar al pobre escudero mientras huía del cargo: “Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre”.

De la teología contrarreformista surgida del Concilio de Trento, en tiempos de Cervantes, hemos llegado a la “teología de la nutrición” que padecemos en estos tiempos, donde desde un demencial “racismo estético” se nos ha declarado herejes a todos los que no damos la talla estándar por habernos abandonado a los placeres de la buena mesa sin  claudicar ante la hipocresía higienista de una sociedad ebria de postmodernidad.

Me aterra pensar, paisano, que llegado el caso se nos haga sucumbir ante el esquema vital que desde los poderes fácticos globalizados –incluido el religioso— se nos pretende aplicar, resumido en uno de los consejos ripiosos del médico del siglo XVII Juan Sorapán de Rieros: «Dieta, mangueta y siete nudos a la bragueta«. Sobre todo cuando uno se entera, paisano, que la susodicha mangueta no es otra cosa que una cruel y vil lavativa.

© José María Suárez Gallego

(@suarezgallego)

La sangría del inefable Parrita

recipiente con sangria

Memorias de Tabertulia

Cuenta Cayo Tranquilo Suetonio, en las Vidas de los doce Césares, que al emperador romano Tiberio, cuyo nombre completo de familia era Tiberius Claudius Nero, sus soldados le llamaban “Biberius Caldius Mero”, donde esto de mero alude al «merum«, que así llamaban los romanos al vino puro. Ni que decir tiene que la chanza cuartelera sobre la afición del emperador a darle al mollate, habría de costarle a algún valeroso guerrero el destino forzoso a los confines del Imperio, si es que de tal trance salió con el cuello indemne en primera instancia.

            Tanto los romanos, como los griegos, bebían el vino rebajado con agua, y sólo lo tomaban puro en el desayuno y siempre mojado en pan, de ahí que las tropas de Tiberio hicieran malicioso hincapié en la afición al vino sin bautizar que profesaba  su comandante en jefe, denominándolo Mero.

            Y la cosa llegaba hasta el extremo que en los banquetes romanos, ya fueran de senadores de mucho ringorrango, o de procónsules de medio pelo, o fiestecilla de centuriones de tresalcuarto, se elegía al «arbiter bibendi«, es decir aquel que en cada momento debía decidir, según anduvieran los efluvios del patio, la proporción de agua que había que echarle al vino. Costumbre ésta sólo observada en el Imperio, pues como ya comentaba Cicerón «los bárbaros creían envenenarse si bebían el vino mezclado con agua«. Bien se ve, pues, que siendo antigua la costumbre de adulterar lo bueno, no es costumbre bárbara, sino muy civilizada, aunque poco conveniente y muy perniciosa, que a la memoria de este maestre prior vienen aquellas palabras del Palafrenero de la Lozana Andaluza cuando a ésta le dijo muy convencido: «Que bien dice el que dixo que de puta vieja y de tabernero nuevo me guarde Dios«, y a lo cual sólo nos quede decir por nuestra parte que amén.

            «In vino veritas«, en el vino está la verdad, se ha dicho desde siempre. Pero está la verdad si el que lo bebe la posee previamente, pues bien que se ha visto como quienes hartos de vino decían exageradas necedades, y como ilustres abstemios no se les quedaban a la zaga a la hora de hacer doctorados en ciencias de la estulticia y demás tonterías.

            Luego, en el vino, no hay más verdad que los cuatro puntos cardinales del universo tabernario, descrito y sintetizado así en los versos de Baltasar de Alcázar:         «Porque llego allí sediento /   pido vino de lo nuevo, / mídenlo, dánmelo, bebo, /    págolo y vóyme contento«.

            Pero no sólo han sido los romanos y los griegos los que han buscado la verdad en el vino aguado, ya en 1661 el doctor Gerónimo Pardo editó en Valladolid El Tratado del vino aguado, siglo aquel donde los españoles bebían el «hipocrás«, compuesto en su esencia por vino añejo de superior calidad, azúcar de pilón, canela, ámbar y almizcle.

            Una de las formas de “aguar el vino” en estas tierras, sobre todo en el verano, es preparar una sangría, que en esencia es un vino tinto, mejor que sea joven y con graduación, que se mezcla con trozos de melocotón, zumo de limón o de naranja, o gaseosa de estos sabores, azúcar, un poco de licor como Martini, Cointreau o Ron, si se quiere más fuerte, y se sirve con mucho hielo.

A la caída de la tarde nos la ha preparado Alfonso Parra, mi apreciado tabernero de cabecera el Inefable Parrita, en la terraza del Bar Centro de Guarromán, junto a su mujer Paqui Tudela, y otros parroquianos que se unieron al espectáculo de ver la puesta de sol con sangría fresquita en estas tierras de Olavidia.

FOTO PARA LA SANGRIA DEL BAR CENTRO DE GUARROMAN

El inefable Parrita, Alfonso Parra, preparando la sangría en la terraza del Bar Centro de Guarromán.

La erótica gastronómica, o los velos que desnudan la alcachofa

Morragüevos

Morragüevos

Memorias de Tabertulia: Andanzas y pitanzas del maestre prior de la Cuchara de Palo

                Oí decir en una tertulia de sobremesa , de esas en las que el humo de los habanos nos sumerge en una neblina de siesta y soñarrera, que las cosas del comer también tiene su erótica, y que mirándolo bien, todos los pecados, nos sean perdonados los que tengamos, dicho sea de paso, producen placer mientras se cometen. Todos no, se dijo, pues hay uno que nos hace sufrir a rabiar y es la envidia. Y se habló sobre ella y de cómo el silencio de los envidiosos hace mucho ruido, y de la mejor forma de guardarse de ellos y, a modo de conclusión, de cómo los mediotontos rezongones, faltos de talento para tantas cosas buenas de la vida, lo derrochan en argüir mezquindades y otras felonías contra su prójimo.

                Pero la cuestión que se debatía entre las volutas de humo y el trasiego de pasas en aguardiente desde una botella culiancha hasta pequeñas copas como dedales, antes de que se nos cruzaran los envidiosos en el camino de las palabras, era si existía una erótica de la pitanza.

             Y salió a relucir el poeta andalusí Ben Al-talla, que según parece entre sopa y asado escribía versos sobre el comer, dejando dicho en uno de ellos que la alcachofa doméstica, pero sobre todo su variedad silvestre, más estilizada, el alcaucil, en tierras de Jaén conocido por arcancil o alcarcil, «parece una virgen griega, escondida entre velos de lanzas«, es decir como la Venus de Boticelli pero en versión hortelana y no marinera, provista de toda la carga erótica que la misma diosa del amor nos legó en la Mitología.

                Y se llegó a la conclusión, casi unánime, de que era la alcachofa el manjar más erótico que yantar se pudiera, pues no era menos cierto que para poderla tomar había que ir desnudándola hoja a hoja, saboreando la incitante pulpa de cada penca hasta llegar al jugoso cogollo. Era según opinión del avezado gastrónomo andaluz Juan Carlos Alonso, un strip-tease gastronómico en toda regla.

                El que los árabes la llamaran alcarxuf o alcarxof y también karsciuf y el que fuera introducida por ellos en la Península Ibérica, allá por el siglo XI, unido a todo lo que sobre ella se había dicho entre el humo y las pasas con aguardiente, me transportó al legendario baile de los siete velos de Las mil y una noches, donde delicadamente, con dos dedos vamos despojándola de la multicolor vestimenta de sus sabores.

                Pero no hay historia de doncella mora sin un caballero hidalgo y cristiano de ella enamorado, ni ha de faltar trovador  que cante sus amores. Tanto es así que Ángel Muro, el mejor exponente del saber culinario de finales del siglo XIX, decía que era remojando alcachofas en aceite de oliva como se sabía la calidad de éste. Tenemos, pues, todos los ingredientes de una jaenerísima historia medieval de no menos sabrosa actualidad: el noble caballero don Aceite de Oliva Virgen Extra probando su nobleza e hidalguía ante la doncella de las huertas del Reino de Jaén, la mora Alcarxuf, que en tierras cristianas llaman Alcachofa.

                Hemos traído a estas andanzas y pitanzas, como testimonio del trovador de esta historia de amores, las alcachofas rellenas, cuyo precursor gastronómico fue lo que en Jaén se conoce por Morragüevos, y que no son otra cosa que las alcachofas rellenas de huevo duro y acompañadas de alguna salsa. En la cocina mozárabe se hacía este mismo plato, llamado Alcachofas Al-Amar, dónde el relleno no llevaba carne sino vinagreta o salmorejo, y se cubrían con rodajas muy finas de fiambres.

Receta de las alcachofas rellenas o «morragüevos»


Ingredientes:  8 alcachofas grandes, 50 gr de jamón serrano, 2 dientes de ajo, 100 gr de pan del día anterior, una cebolla mediana, media taza de vino blanco, 6 hebras de azafrán, una cucharada sopera de harina, 2 huevos, perejil fresco picado y aceite de oliva virgen extra de la variedad picual.


Preparación: Se desmenuza la miga del pan, y se baten los huevos con muy poca sal. Pelamos un diente de ajo, lo machacamos y lo agregamos a los huevos batidos junto al jamón que habremos troceado bastante y al perejil muy picado. Lo mezclamos todo muy bien con la miga de pan.

Retiramos las hojas exteriores de las alcachofas, dejando sólo los corazones. Les vaciamos el interior hasta obtener una especie de nidos en los que iremos poniendo porciones del relleno que hemos preparado previamente, procurando que quede lo más adherido y compactado posible para que no se desprenda de la alcachofa al cocer.

Calentamos abundante aceite en una sartén y se fríe el otro diente de ajo hasta que esté bastante dorado, lo sacamos entonces y lo desechamos una vez que haya aromatizado el aceite. Freímos entonces las alcachofas a fuego medio para que no se arrebaten, hasta que adquieran un tono dorado.  Las sacamos, las escurrimos y las colocamos en una cacerola.

Quitamos el aceite de la sartén, dejando unas 3 cucharadas para rehogar la cebolla, pelada y muy picada,  hasta que esté transparente. Incorporamos la harina y el azafrán, le damos unas vueltas rápidas con una cuchara de madera y regamos con el vino y una  taza de agua. Damos un hervor y se vierte sobre las alcachofas en la cacerola.

Dejamos cocer a fuego suave unos 30 minutos o hasta que comprobemos que las alcachofas estén tiernas. Y se sirven entonces.

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Viaje a los ojos del horizonte

oteando el horizonte

Memorias de Tabertulia

El paso del tiempo irremisiblemente nos va curando de las secuelas de la juventud. Tomamos conciencia de ello cuando el alma de andar por casa nos pardea, más por el humo de las mil batallas que a trancas y barrancas le hemos ido perdiendo a la vida, que como fruto de la inquina, alevosía y empeño que ponemos en ser literalmente malos. A lo más que llegamos, con mucho empeño,  es a cometer pequeñas mezquindades, que puestos a no ser malpensados son más causa de sonrojo que motivo de condena al fuego eterno.

Pero tiene la juventud, además de los bolsillones en los que caben todas las banderas tremoladas por las manos más abiertas de nuestro cuerpo, la virtud de destilarse sólo en el aguardiente de los buenos recuerdos, que más que matar el gusanillo mañanero lo atontolina para que nos aguante un día más.

Era Braulio Cañadas, a quien llamaban Caldibaches, carne de cortijo y de surco. Maestro en atinar pedradas con honda al lomo de las cabras descarriadas desde una gran distancia; sobre todo a la Lechuguina, que no había piedra en la sierra que no llevara su nombre escrito. Cabra tozuda como una mula, que según él, por una teta daba leche y por la otra  pólvora, pero sin saber nunca a ciencia cierta por cuál de las dos habría de salir el fogonazo.

Me enseñó aquel medio gañan y cabrero, en los veranos de mi adolescencia, a liar cigarros con tabaco de petaca y a que no se me salieran los ojos cuando tosía mientras me los fumaba. Tal vez fuera por ello por lo que, desde el día que le dimos tierra en el pequeño cementerio de su pueblo serrano, y unas lágrimas apagaron el cigarro que me fumaba por reprimirlas, no volví a ponerme otro entre los labios.

No quiso Dios darle hijos a Caldibaches  y a  Quiteria, su mujer,  pero les regaló a todos nosotros, niños criados en la ciudad con modos de señoricos y con instintos montaraces, que los veranos y fiestas de guardar acudíamos a la sierra, y lo mismo le azuzábamos el perro a sus cabras para darles una «corría» por el prado, que le sacábamos el agua del pozo a Quiteria a cambio de una fuente de rosetas con azúcar. Y como no habían salido nunca de su terruño, ni él tuvo que hacer el servicio militar por haberle tocado la polio la pierna izquierda, nunca habían visto el mar.

Con el primer coche que nos brindó el progreso en los comienzos de la década de los setenta, la sabiduría temeraria que dan los veinte años, y el especial cariño que le teníamos a tan singular pareja, nos los llevamos a que conocieran el mar de Salobreña en plena primavera. Y provistos cada uno de ellos de un corcho de botella de vino, apretado en una de sus manos para, según decían, evitar el mareo que provocaban las muchas curvas del Puerto Carretero, del Zegrí, y otras muchas de otros muchos puertos de entonces, Caldibaches, con el sombrero de ir a las bodas y a los entierros de los parientes cercanos, con tal ánimo y de tal guisa, y algunas horas de camino, dimos en la tranquilidad de las solitarias playas de Salobreña.

Quedóse el cabrero a unos metros de la orilla, y remiraba el horizonte una y otra vez, mientras Quiteria hacía lo indecible para que la brisilla juguetona no le levantara el sempiterno vestido negro de todos sus lutos. Y después de mucho meditarlo, Caldibaches sentenció: «Sabéis que sus digo, que aquí no jaze temperatura como pa que el agua esté jirviendo«. Y remangándose los pantalones, quitándose los zapatos y los calcetines, y de cuatro «cojetás«, se metió en la espuma de las olas, y desde ella nos gritaba «¡Lo veis, es verdad, el agua del mar jierve estando fría y no quema!«            

Quiteria, ante tal temeridad le gritaba mientras ponía orden entre la brisa y su vestido levantisco: «Braulio, no seas loco. Te vayas a ajogar y pa que queremos más«. Y  Caldibaches, ajeno a todo, tiraba piedras de contento al infinito de las aguas, intentando alcanzar el horizonte. La cabra Lechuguina, que no la trajimos con nosotros evidentemente, libró por esta vez su lomo de todas las piedras que su particular cabrero tenía a su alcance. Quiteria consintió comer pescaillos fritos junto a la playa, aunque nos confesó que “donde se ponga el rin-ran, como me enseñó a hacerlo mi madre, que era de Cazorla, con sus ajos majaos y sus cominillos, sus patatas, sus pimientos choriceros, su aceite de oliva virgen y sin más pescao que el bacalao esmigao, como Dios manda, que se quiten todos los pescaos que viven en aguas que jierven sin calor, que eso parece cosa de locos y cómo no va a ir el mundo como va, perdiíco del tó.

Cada verano, la primera vez que hundo los pies en la orilla de la playa, meto en el agua el corcho que entonces libró al bueno de Braulio de todos los mareos de ir a conocer el mar, y que me regaló como recuerdo de tan extraordinario viaje. A veces me parece oírlo gritar al sur de las burbujas. Son cosas de la edad, me digo. Compruebo, efectivamente, que la temperatura no es tan alta como para que el mar esté hirviendo, y apretando el corcho me ratifico en todo cuanto decía Caldibaches sobre los misterios de la Ciencia: Es difícil que con una sola piedra pueda alcanzarse el horizonte, aunque él siempre está espiándonos con sus ojos infinitos, imprecisos, innombrables…

(@suarezgallego)