Cuando la verdad nos hace indiferentes

No he encontrado el nombre del autor de la ilustración al no ir firmada.

No soy el único a quién se le ponen los pelos como escarpias cada vez que se topa con alguien que se arroga el privilegio de  hablar en nombre de Dios, porque la mayoría de las veces, tras esta sutil prerrogativa de los que se atreven a interpretar los deseos divinos, acaban escondiéndose sutiles pretextos para justificar intereses económicos –algunos inconfesables–, ambiciones de poder –muchas insaciables–, y  personalísimas soberbias –con bastante “santa ira”–.

Uno, que ya cuenta en su haber con acantilados y precipicios en los que rugen los desencantos y aúllan los espantos, ha conocido a sesudos ateos que de tanto negar a Dios han acabado creyendo en él; y a “piadosos” creyentes que portaban con la misma desfachatez hipócrita la cruz en el pecho que el diablo en los hechos.

Los estudiosos de los fenómenos religiosos nos cuentan que allá por el siglo XVIII –al que llamaron de las luces– la Cristiandad pasó el “sarampión de la Ilustración”. Esto es, en plan simplista, que la vara de rey –o de alcalde–, y el báculo de papa –o de obispo–, dejó de estar en una única mano, comenzándose a vislumbrar –en lo terrenal y en lo celestial— de si el mandamás civil lo es por la gracia de Dios, o de si Dios existe, o deja de existir, porque lo diga el mandamás. Este sarampión histórico del reparto de poderes cívico-religiosos aún no lo ha pasado, por ejemplo, el mundo islámico, y ahí está el guirigay que tienen montado algunos “ayatolás” gobernantes al mezclar ingredientes socialmente tan incendiarios como la guerra santa, el paraíso de los mártires y el precio del petróleo.

El rifirrafe sobre el PIN parental, o como termine denominándose, va un poco por esa línea, por el sempiterno tira y afloja entre el poder civil y el religioso a la hora de adiestrar, formar, instruir, disciplinar, educar o amaestrar a una juventud que cada vez muestra menos interés por los paraísos prometidos, y cada vez le cuesta más hacerse un hueco en esta jungla social llena de falsos tarzanes y traficantes de monas Chitas. Tanto al fenómeno religioso, como a las ideologías políticas, se les está quedando obsoleto y caduco el marketing con el que quieren hacernos llegar sus mensajes.

En definitiva, eso de que “la verdad nos hace libres” no está reñido en absoluto con que “la libertad nos hace verdaderos”. Por mucho pánico que a algunos les de que los más jóvenes lo descubran y lo sufran en sus propias carnes y en sus propias almas.

Tal y como van las cosas, de momento, “la verdad nos hace indiferentes, y “la libertad nos hace cabreados”, en un tiempo de alarma y confinamiento en el que un virus tiene nombre de corona, y la corona parece un virus.

© José María Suárez Gallego

Verdad y vino

Asistimos atónitos al espectáculo de la supremacía de la posverdad en el mundo de la política. Hoy es más fácil creer en lo inverosímil que en la verdad. Ya no se trata de que la verdad nos haga libres, sino de que nuestra libertad sea verdadera. Esto en el fondo no es ni más ni menos el eterno retorno de un Prometeo que cada día, a la caída de la tarde, sigue robándole el fuego a los dioses y encadenando su destino a la roca que sostiene los sueños de todo el género humano: Disponer de pan, aceite y vino para tomarlos en paz y como hermanos. Pero sin llegar a la exageración con la que algunas veces nos sorprende nuestro contertulio el Caliche: “El pan, con ojos; el queso en aceite, sin ojos; y de vino hasta los ojos”.

            «In vino veritas», en el vino está la verdad, hemos oído decir en alguna ocasión, pero está la verdad si el que lo bebe la posee previamente, pues se ha visto a quienes hartos de vino (con el vino hasta los ojos que diría mi contertulio El Caliche), decían grandes necedades, y cómo ilustres abstemios no se le quedaban a la zaga a la hora de hacer doctorados en ciencias de la estulticia. Vino, verdad y política pueden ir juntos, pero nunca revueltos. Las consabidas “fakes news”, las mentiras y los engaños que se generan en la política actual son más de vino peleón y de mala uva, que de un gran reserva.

            Cuenta Cayo Tranquilo Suetonio, habitante de la vieja Roma, en las Vidas de los doce Césares, que al emperador romano Tiberio, cuyo nombre completo de familia era Tiberius Claudius Nero, sus soldados le llamaban Biberius Caldius Mero, donde esto de mero alude al «merum«, que así llamaban los romanos al vino puro. Ni que decir tiene que la chanza cuartelera sobre la afición del emperador a darle al mollate, habría de costarle a algún valeroso guerrero el destino forzoso a los confines del Imperio, si es que de tal trance salió con el cuello indemne en primera instancia.

            Tanto los romanos, como los griegos, bebían el vino rebajado con agua, y sólo lo tomaban puro en el desayuno y siempre mojado en pan, de ahí que las tropas de Tiberio hicieran malicioso hincapié en la afición al vino, al vino sin bautizar, de su comandante en jefe, denominándolo Mero.

            Y la cosa llegaba hasta el extremo de que, en los banquetes romanos, ya fueran de senadores de mucho ringorrango, o de procónsules de medio pelo, o fiestecilla de centuriones de tresalcuarto, se elegía al «arbiter bibendi«, es decir aquel que en cada momento debía decidir, según anduvieran los efluvios del patio, la proporción de agua que había que echarle al vino. Costumbre ésta sólo observada en el Imperio, pues como ya comentaba Cicerón «los bárbaros creían envenenarse si bebían el vino mezclado con agua«. Bien se ve, pues, que siendo antigua la costumbre de adulterar lo bueno, no es costumbre bárbara, sino muy civilizada, aunque poco conveniente y muy perniciosa, que a ciencia cierta no sabe este corresponsal de barra, más que de guerra, a vela de qué santo le vienen a la memoria aquellas palabras del Palafrenero de la Lozana Andaluza cuando a ésta le dijo muy convencido: «Que bien dice el que dixo que de puta vieja y de tabernero nuevo me guarde Dios«, y a lo cual sólo nos quede decir por nuestra parte que Amén.

            Luego, en el vino, no hay más verdad que los cuatro puntos cardinales del universo tabernario, descrito y sintetizado así en los versos de Baltasar de Alcázar: «Porque llego allí sediento / pido vino de lo nuevo, /mídenlo, dánmelo, bebo, /págolo y vóyme contento«.

Le oí decir a Camilo José Cela, que todas las ocasiones son buenas para beber un vaso de buen vino, leer un libro discreto, pasear por el campo mientras se escucha el canto del jilguero, mirar para la luna y amar a una mujer que no sea demasiado latosa, que también las hay –si bien es cierto que este cuento puede aplicárselo cada mujer con respecto a algunos varones harto pejigueras, que haberlos también háylos, sobre todo en la política que se hace a base de mentiras y con mala uva–.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el sábado 24 de enero de 2020

Hipócritas y beodos

dos borrachos

«Dos borrachos», de Nicolae Grigoresku (Óleo sobre lienzo)

Confía más en el eructo de un beodo que en la oración de un hipócrita. 

Porque el borracho te eructará siempre su verdad, mientras que el hipócrita te rezará en todo momento la mentira que le conviene. 

© José María Suárez Gallego