Hace
algún tiempo, en los cursos de la entonces denominada Universidad de Verano “Antonio
Machado” de Baeza, compartí durante unos días, aula, cerveza a la una y cuarto,
y tapas de caracoles picantes, con una estudiante japonesa que había venido a
España tras los tópicos de don Quijote buscándole las entretelas al flamenco.
Son las tertulias que se desarrollan en las aulas tabernarias, y no en las
académicas, las que más te enriquecen durante estos cursos, diseñados la
mayoría de las veces más para satisfacer el deseo irreprimible de hablar de lo
profano y lo divino de la vida frente a una copa de vino, que para plantearse a
la sombra de un proyector de diapositivas si el mundo en el que vivimos tiene
solución.
A
mi condiscípula japonesa, ante una tapa de caracoles picantes, le salía la vena
filosófica oriental y a la primera de cambio, justamente cuando le hacía efecto
la segunda caña de cerveza, contraponía el lento caminar de las “cabrillas”
frente a las prisas que nos llevan de cabeza todas las horas de nuestra vida.
Poco menos venía a decirnos que en su lejano país se tenía la creencia de que
si uno se comía unos escalopes de gamo, o un arroz con conejo, adquiría
metabólicamente del gamo y del conejo sus irrefrenables deseos de correr y
saltar por las calles. En cambio, de los caracoles recibíamos la sabiduría de
la cadencia pausada de su lento caminar, lo que hacía posible que se nos
alargara la vida a fuerza de estirar sus horas y ensanchar los criterios con
los que nos enfrentamos al mundo. “Mardita sean las prisas”, decía con
estudiado acento andaluz aquella ciudadana suburbial de Tokio.
Nos
contó que en Japón cuando alguien va a visitar a un enfermo, en vez de llevarle
pasteles –costumbre que tristemente también se está perdiendo por estos pagos—
se le obsequia con muchísimas y diminutas figurillas de papiroflexia, “origami”
lo llaman en Japón, –de pajaritas de papel y similares–, que sin otro motivo que dejarle patente al
obsequiado que lo que en realidad se le regala es el tiempo invertido en
hacerlas, y, sobre todo, la paciencia para no perder los nervios al tratar de
componer con una simple cuartilla de papel todos los bichos del arca de Noé en
un tamaño de dos centímetros cada uno.
Hace unos meses recibí un correo electrónico de mi amiga
japonesa en el que añoraba aquellos cursos de Baeza en los que hacíamos
gastrosofía sobre la vida frente a unas tapas de caracoles. En la actualidad es
cooperante voluntaria en Centroamérica, regalando el mayor y mejor de nuestros
patrimonios: el tiempo. En estos días la recuerdo cuando veo las crónicas de
muertes en las fronteras entre Estados Unidos de América y el resto de los
otros americanos.
Aquí
ya hemos aprendido a disfrutar de la paciencia, comiendo tapas de caracoles y
haciendo pajaritas de papel con nuestros proyectos sempiternamente estancados.
Esperando a que algún día un tren nos saque de este paraíso perdido cargado de
resignación.
La
paciencia tendremos que implorársela a los nacionalistas de taberna, a los pseudoácratas
crónicos, a los cuasilibertarios incurables, a los escribanos andariegos que
hicimos nuestro el pensamiento del poeta andalusí: “Antes es el vecino que mi
casa, antes el compañero de viaje que el camino”. Con el paso de los años no
nos queda más patrimonio salvable que unos mostachos desmelenados, irradiando
fulgores de plata y curtidos por el humo de cien mil batallas –todas ellas
perdidas, por cierto– y el regusto de los taninos mágicos del buen vino bebido
en paz y entre hermanos, eso sí con la lección bien aprendida de que somos
capaces de comernos cualquier cosa, pero no en cualquier sitio, ni con
cualquiera. Bien se sabe que todo español que se precie de ello, a lo que de
verdad aspira en la vida es a que le honren con un pasodoble torero que suene
en la romería de su pueblo, en honor de quienes regalan su tiempo para que
muchos no se ahoguen en la mala baba de los que creen que nuestra paciencia y
las piedras lunares les pertenecen por derecho divino.