Elogio del gazpacho

El gazpacho y la pipirrana son como la verdad, que cada cual tiene la suya y la defiende y condimenta como Dios le da a entender y mejor sea de su agrado.

Sancho Panza, en la gramática parda de su peculiar gastrosofía, subido en su rucio y dispuesto ya a dejar el oficio de gobernador de ínsulas, que tantas hambres y palos en las costillas le había deparado, dijo de esta forma, y a modo de despedida, a sus pretendidos gobernados, entre ellos el supuesto médico Pedro Recio de Tirteafuera:  “Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad: dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador […] Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador, más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre”. Y un médico, en nada impertinente, erudito y buen gastrónomo, como don Gregorio Marañón, en su libro “El alma de España” nos dejará escrito al respecto: “El gazpacho, sapientísima combinación empírica de todos los simples fundamentales para una buena nutrición que, muchos siglos después, nos rebelaría las ciencias de las vitaminas. La vanidad de la mente humana venía considerando el gazpacho como una especie de refresco para pobres más o menos grato al paladar, pero desprovisto de propiedades alimenticias. Las gentes doctas de hace unos decenios maravillábanse de que con un plato tan liviano pudieran los segadores afanarse durante tantas horas de trabajo al sol canicular. Ignoraban que el instinto popular se había adelantado en muchas centurias a los profesores de dietética y que, exactamente, esa emulsión de aceite en agua fría, con el aditamento de vinagre, sal, pimentón, tomate mojado, pan y otros ingredientes, contiene todo lo preciso para sostener a los trabajadores entregados a las más rudas labores”.

Sobre el origen y los componentes genuinos del gazpacho se podría escribir todo un tratado, que por muy voluminoso y erudito que fuera, no habría de ser más cierto. El gazpacho forma parte de la sabiduría popular nacida de la necesidad de tener que comer todos los días, y muchos de ellos sin saber “qué” por no tener “qué” en la despensa. De este modo, lo más a mano que encuentra el que poco tiene es agua, y a poco que siga buscando, encontrará un poco de sal: Y ya tenemos la salmuera, voz que procede de la latina “sal muria” (agua con sal, de la que deriva la palabra salmorejo) y que fue en el medievo la panacea conservadora de alimentos en la que se metía de todo, o casi de todo, porque de ella se libraron los quesos y las chacinas. Y puestos a pedir, ¿no habrá para nuestra salmuera un poco de vino echado a perder? de tan bíblicas reminiscencias: “A la hora de comer dijo Booz a Rut: Acércate aquí; come y moja tu pan en el vinagre [¿o vino?]” (Rut 2,14). Y Rut se sentó junto a los segadores y comió con ellos. ¿Pudo ser aquel el primer gazpacho de segadores del que se tiene noticia? Pues si tenemos ya agua, sal y vinagre, hemos llegado a los ingredientes de lo que los griegos clásicos llamaban el “oxicrato”. Sólo nos queda buscar una alcuza con aceite de oliva, con el que judíos y árabes regaban y amalgamaban todos sus alimentos, y echarlo al “oxicrato” de los griegos. Y si seguimos buscando, encontraremos en el cesto un pepino, de los que los israelitas añoraban de Egipto en su vagar por el desierto. Los mismos pepinos que cultivaron nada más llegar a Canaán junto a las viñas. Pepinos que el emperador Augusto tomaba como exclusivo medio para apagar su sed, y que no podía faltarle a su colega en el trono Tiberio. Pepinos que las gentes de Al-Ándalus tomaban como remedios para diabéticos y para avivar la inteligencia. ¡Sin darnos cuenta hemos llegado al gazpacho aguado de Jaén!

Y pongámosle un trozo de pan duro. Esperemos a que lleguen de América el tomate y el pimiento, y casi, casi tenemos ya el Gazpacho Universal. Sólo le falta ya la imaginación de quien lo oficia, y no ponerle cubitos de hielos para no aguarlo en demasía.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 24 de julio de 2020

Verdad y vino

Asistimos atónitos al espectáculo de la supremacía de la posverdad en el mundo de la política. Hoy es más fácil creer en lo inverosímil que en la verdad. Ya no se trata de que la verdad nos haga libres, sino de que nuestra libertad sea verdadera. Esto en el fondo no es ni más ni menos el eterno retorno de un Prometeo que cada día, a la caída de la tarde, sigue robándole el fuego a los dioses y encadenando su destino a la roca que sostiene los sueños de todo el género humano: Disponer de pan, aceite y vino para tomarlos en paz y como hermanos. Pero sin llegar a la exageración con la que algunas veces nos sorprende nuestro contertulio el Caliche: “El pan, con ojos; el queso en aceite, sin ojos; y de vino hasta los ojos”.

            «In vino veritas», en el vino está la verdad, hemos oído decir en alguna ocasión, pero está la verdad si el que lo bebe la posee previamente, pues se ha visto a quienes hartos de vino (con el vino hasta los ojos que diría mi contertulio El Caliche), decían grandes necedades, y cómo ilustres abstemios no se le quedaban a la zaga a la hora de hacer doctorados en ciencias de la estulticia. Vino, verdad y política pueden ir juntos, pero nunca revueltos. Las consabidas “fakes news”, las mentiras y los engaños que se generan en la política actual son más de vino peleón y de mala uva, que de un gran reserva.

            Cuenta Cayo Tranquilo Suetonio, habitante de la vieja Roma, en las Vidas de los doce Césares, que al emperador romano Tiberio, cuyo nombre completo de familia era Tiberius Claudius Nero, sus soldados le llamaban Biberius Caldius Mero, donde esto de mero alude al «merum«, que así llamaban los romanos al vino puro. Ni que decir tiene que la chanza cuartelera sobre la afición del emperador a darle al mollate, habría de costarle a algún valeroso guerrero el destino forzoso a los confines del Imperio, si es que de tal trance salió con el cuello indemne en primera instancia.

            Tanto los romanos, como los griegos, bebían el vino rebajado con agua, y sólo lo tomaban puro en el desayuno y siempre mojado en pan, de ahí que las tropas de Tiberio hicieran malicioso hincapié en la afición al vino, al vino sin bautizar, de su comandante en jefe, denominándolo Mero.

            Y la cosa llegaba hasta el extremo de que, en los banquetes romanos, ya fueran de senadores de mucho ringorrango, o de procónsules de medio pelo, o fiestecilla de centuriones de tresalcuarto, se elegía al «arbiter bibendi«, es decir aquel que en cada momento debía decidir, según anduvieran los efluvios del patio, la proporción de agua que había que echarle al vino. Costumbre ésta sólo observada en el Imperio, pues como ya comentaba Cicerón «los bárbaros creían envenenarse si bebían el vino mezclado con agua«. Bien se ve, pues, que siendo antigua la costumbre de adulterar lo bueno, no es costumbre bárbara, sino muy civilizada, aunque poco conveniente y muy perniciosa, que a ciencia cierta no sabe este corresponsal de barra, más que de guerra, a vela de qué santo le vienen a la memoria aquellas palabras del Palafrenero de la Lozana Andaluza cuando a ésta le dijo muy convencido: «Que bien dice el que dixo que de puta vieja y de tabernero nuevo me guarde Dios«, y a lo cual sólo nos quede decir por nuestra parte que Amén.

            Luego, en el vino, no hay más verdad que los cuatro puntos cardinales del universo tabernario, descrito y sintetizado así en los versos de Baltasar de Alcázar: «Porque llego allí sediento / pido vino de lo nuevo, /mídenlo, dánmelo, bebo, /págolo y vóyme contento«.

Le oí decir a Camilo José Cela, que todas las ocasiones son buenas para beber un vaso de buen vino, leer un libro discreto, pasear por el campo mientras se escucha el canto del jilguero, mirar para la luna y amar a una mujer que no sea demasiado latosa, que también las hay –si bien es cierto que este cuento puede aplicárselo cada mujer con respecto a algunos varones harto pejigueras, que haberlos también háylos, sobre todo en la política que se hace a base de mentiras y con mala uva–.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el sábado 24 de enero de 2020