Poscultura y posverdad

El Diccionario de la Real Academia Española nos define  la cultura, en su cuarta acepción, como el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social, etc.

Pero no nos llamemos a engaño, el término cultura pese a que ennoblece el significado de las palabras que acompaña, a veces no es más que un maquillaje que  esconde todo lo contrario de lo que se pretende aparentar. Así, tras la parafernalia de la “cultura del reggaetón”, por poner un ejemplo, suelen esconderse más intolerantes y retrógrados que los que buscan su acomodo en el mundo de las camisas blancas y las corbatas de seda, más proclives a tener una mentalidad más carca y conservadora. Del mismo modo, la llamada “cultura del botellón”, aquella que tira por tierra las esencias de nuestra “cultura tabernaria”, lo que de verdad se esconde es una partida de desaprensivos que de forma descarada hacen su agosto vendiendo impunemente bebidas alcohólicas a menores desde una tiendecilla de chucherías abierta a todas horas. Curioso país el nuestro, tan poco dado a leer, en el que las disposiciones legislativas se exhiben en carteles con el ánimo de que se lean a sabiendas de que no van a ser cumplidas. De forma paradójica las administraciones públicas sancionan más, en realidad, no tener colgado el cartelito avisando que está prohibido vender bebidas alcohólicas y  tabaco a los menores de 16 años, que la circunstancia de que se las expendan. Esta inutilidad cartelaria fue llevada a la cumbre de los atentados a la libertad de expresión cuando antaño, en tiempos en los que no se consentía más cultura que la oficial, se pusieron en las tabernas aquellos demoledores carteles de “se prohibe el cante”, elevando el Flamenco a la categoría antihigiénica del esputo, pues también estaba “prohibido escupir” y sobre todo “hablar con el conductor” en los autobuses.

Caso análogo ha ocurrido desde los años sesenta del pasado siglo en los que comenzó el desprestigio de la boina, con los carteles que propician la “cultura de la prevención de riesgos y seguridad en el trabajo” y que se exhiben en las obras avisando de que es “obligatorio el uso del casco”, cuando éste sólo se lo suelen poner los gerifaltes que las visitan con el único ánimo de salir en la foto –siempre ridícula, por cierto, pues a algunos les sienta el morrión protector como a san Efrén el Sirio una magnum parabellum de 9 milímetros colgándole del cíngulo de su santo hábito de doctor de la Iglesia–. Tras la “cultura de la solidaridad” también se esconde mucho bucanero al frente de algunas ONG fantasmas que hacen de las guerras, los terremotos, las inundaciones, los huracanes, el hambre, y la muerte que las desgracias colectivas siembran, un negocio rentable de la sensiblería popular. ¡Por supuesto que ONG honestas haberlas haylas, y a las más conocidas de todos me remito!

La “cultura olivarera” también está sujeta a la paradoja de la  “poscultura de la posverdad” que profesan los genios del “dame pan y dime tonto” que han sabido apropiarse del olivo y sus plusvalías dejando la cultura para los poetas, los historiadores, los cronistas, los periodistas cabales, los idealistas sin partido, los partidos sin pesebre, los pesebres sin alfalfa de los que dan el callo por su tierra sólo por amor al arte, y sobre todo para los que invertimos las mañanas de los domingos escribiendo paridas como ésta a modo de clamor inútil en un desierto paradójicamente poblado de olivos como gritos, que inconcebiblemente callan cuando cantan las chicharras de la descultura, neologismo para expresar el acto de fomentar el desaprendizaje desde la mentira que es la desverdad.

Con los avances tecnológicos de la información, la posverdad es todo aquello que parece verdad sin serlo, lo mismo que pasa con la poscultura. Hemos entrado de lleno en la era de la “descultura de la desverdad”, o  de la “poscultura de la posverdad”. La gran pegunta es cómo y en qué condiciones vamos a salir de ella.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 22 de julio de 2022

Verdad y vino

Asistimos atónitos al espectáculo de la supremacía de la posverdad en el mundo de la política. Hoy es más fácil creer en lo inverosímil que en la verdad. Ya no se trata de que la verdad nos haga libres, sino de que nuestra libertad sea verdadera. Esto en el fondo no es ni más ni menos el eterno retorno de un Prometeo que cada día, a la caída de la tarde, sigue robándole el fuego a los dioses y encadenando su destino a la roca que sostiene los sueños de todo el género humano: Disponer de pan, aceite y vino para tomarlos en paz y como hermanos. Pero sin llegar a la exageración con la que algunas veces nos sorprende nuestro contertulio el Caliche: “El pan, con ojos; el queso en aceite, sin ojos; y de vino hasta los ojos”.

            «In vino veritas», en el vino está la verdad, hemos oído decir en alguna ocasión, pero está la verdad si el que lo bebe la posee previamente, pues se ha visto a quienes hartos de vino (con el vino hasta los ojos que diría mi contertulio El Caliche), decían grandes necedades, y cómo ilustres abstemios no se le quedaban a la zaga a la hora de hacer doctorados en ciencias de la estulticia. Vino, verdad y política pueden ir juntos, pero nunca revueltos. Las consabidas “fakes news”, las mentiras y los engaños que se generan en la política actual son más de vino peleón y de mala uva, que de un gran reserva.

            Cuenta Cayo Tranquilo Suetonio, habitante de la vieja Roma, en las Vidas de los doce Césares, que al emperador romano Tiberio, cuyo nombre completo de familia era Tiberius Claudius Nero, sus soldados le llamaban Biberius Caldius Mero, donde esto de mero alude al «merum«, que así llamaban los romanos al vino puro. Ni que decir tiene que la chanza cuartelera sobre la afición del emperador a darle al mollate, habría de costarle a algún valeroso guerrero el destino forzoso a los confines del Imperio, si es que de tal trance salió con el cuello indemne en primera instancia.

            Tanto los romanos, como los griegos, bebían el vino rebajado con agua, y sólo lo tomaban puro en el desayuno y siempre mojado en pan, de ahí que las tropas de Tiberio hicieran malicioso hincapié en la afición al vino, al vino sin bautizar, de su comandante en jefe, denominándolo Mero.

            Y la cosa llegaba hasta el extremo de que, en los banquetes romanos, ya fueran de senadores de mucho ringorrango, o de procónsules de medio pelo, o fiestecilla de centuriones de tresalcuarto, se elegía al «arbiter bibendi«, es decir aquel que en cada momento debía decidir, según anduvieran los efluvios del patio, la proporción de agua que había que echarle al vino. Costumbre ésta sólo observada en el Imperio, pues como ya comentaba Cicerón «los bárbaros creían envenenarse si bebían el vino mezclado con agua«. Bien se ve, pues, que siendo antigua la costumbre de adulterar lo bueno, no es costumbre bárbara, sino muy civilizada, aunque poco conveniente y muy perniciosa, que a ciencia cierta no sabe este corresponsal de barra, más que de guerra, a vela de qué santo le vienen a la memoria aquellas palabras del Palafrenero de la Lozana Andaluza cuando a ésta le dijo muy convencido: «Que bien dice el que dixo que de puta vieja y de tabernero nuevo me guarde Dios«, y a lo cual sólo nos quede decir por nuestra parte que Amén.

            Luego, en el vino, no hay más verdad que los cuatro puntos cardinales del universo tabernario, descrito y sintetizado así en los versos de Baltasar de Alcázar: «Porque llego allí sediento / pido vino de lo nuevo, /mídenlo, dánmelo, bebo, /págolo y vóyme contento«.

Le oí decir a Camilo José Cela, que todas las ocasiones son buenas para beber un vaso de buen vino, leer un libro discreto, pasear por el campo mientras se escucha el canto del jilguero, mirar para la luna y amar a una mujer que no sea demasiado latosa, que también las hay –si bien es cierto que este cuento puede aplicárselo cada mujer con respecto a algunos varones harto pejigueras, que haberlos también háylos, sobre todo en la política que se hace a base de mentiras y con mala uva–.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el sábado 24 de enero de 2020