Los pueblos españoles con los nombres más curiosos: Revista Pronto 2-1-2021

Bien es cierto que es para no perdonarle a don Miguel de Cervantes, que, habiéndonos parido El Quijote para mayor gloria de las letras hispanas, nos privara del que sin duda hubiera sido el topónimo más peculiar de España, aquel lugar de la Mancha de cuyo nombre don Miguel no quiso, o no le convino, acordarse.

La Geografía, para quien esto escribe, fue, por obra y gracia de mi condición de hijo de militar, más que una tediosa asignatura que irremediablemente nos hacía bostezar de aburrimiento de cinco a seis de la tarde, un grato acicate que me llevaba a devorar literalmente un viejo atlas de provincias que había en casa, buscando los lugares en los que habría de hacer nuevos amigos y acomodar el cuerpo a un clima diferente. Ello me llevó a aprender a leer y a traducir Ramadán por Cuaresma, en Tetuán; a hacer raíces cuadradas con sabor a salitre, en Málaga; a escribir versos sobre cómo se rompe el agua, en Granada; a hacer ecuaciones diferenciales perfumadas de azahar, en Sevilla; a tomar cañas con farinato cuando cae la tarde en la inmensidad dorada y pétrea de Salamanca; a ver los náufragos venir, en el rompeolas de Linares; a circular entre rotondas viceversas y semáforos asincrónicos, en Jaén; y a volar con las águilas y no con los pavos, en Guarromán, lugar en el que resido y resisto felizmente. Cuando se es hijo de alguien susceptible de ser trasladado por motivos de trabajo, se tiene la sensación de que se es un poco de todos los lugares, poseyendo, en definitiva, la misma patria que el Capitán Trueno, es decir, aquella surgida de las sensaciones soñadas más que del pisotón de las apabullantes botas de la realidad.

De la misma forma que una vez descosidas las costuras de la Historia descubrimos que los Reyes Católicos no fueron tan católicos, y que todavía está por ver si los restos que se veneran en Santiago de Compostela pertenecen al apóstol del caballo blanco, o al druida celta Prisciliano, de la misma manera, cuando entramos en las entretelas de la Geografía nos enteramos que a los Montes Perdidos hace mucho tiempo que los encontraron, que los Montes Universales tienen su encanto localista, y que el lugar mas lejano del planeta no está en África, como cabría suponer, sino en un bello paraje, más allá de Tragacete (Cuenca), donde nace el río Cuervo. Allí nos gustaría ver a Indiana Jones en sus mejores tiempos, si es que es capaz de llegar integro.

Cuando viajamos, aunque lo hagamos a lomos del sillón de la salita, sin más lanza que llevarse al ristre que el mando a distancia del televisor, nos damos cuenta que nos ofrece más confianza, así como quien dice amigosparasiempre, el campechano Castropepe en Zamora, que no el distante hablemedeusté Don Benito extremeño, que de todos es sabido que hay distancias que se andan y distancias que se sufren en el amor propio y la dignidad. Sacar las oposiciones de maestro y ser destinado a San Pedro de los Burros, en Asturias, sobre todo si al consorte lo mandan a So, en La Coruña, es poco menos que cantar misa y que el señor obispo te asigne como parroquia la de Paganos, en Álava, o la de Atea, en Zaragoza. Todo un prometedor comienzo para una carrera pastoral.

Y es que el ir y venir de los tiempos retuerce los vocablos hasta convertir «aqua rosae» en Asquerosa, que así se llamó hasta 1943 Valderrubio, Granada, cuando a propuesta de la Tabacalera se le cambió el nombre. Lógicamente, debieron pensar, que es más comercial vender tabaco procedente del Valle del Rubio –por el tipo de tabaco–, que no de tan impúdico lugar. El mismo Federico García Lorca, que vivió sus años mozos en Asquerosa, y donde se inspiro para escribir «La Casa de Bernarda Alba«, prefería poner en sus cartas el remite de «Apeadero de San Pascual, Pinos Puente» antes que nombre tan poco poético.

Ocurre que cuando un pueblo decide cambiar su nombre, lo hace cargándolo de pompa y rimbombancia. Así, en la década de los sesenta del pasado siglo, cuando ser de pueblo era poco más que una indignidad, el municipio leonés de Alija de los Melones, cambió su nombre por el más hidalgo de Alija del Infantado. Así, el también municipio leonés de Sacaojos, cambió el suyo por el de Santiago de la Valduerna –tal vez apoyándose en las reminiscencias guerreras y heroicas de la batalla de Clavijo–, o el madrileño Miraflores, antes de ser un lugar de vacaciones veraniegas, se llamó Porqueras de la Sierra, nombre a todas luces más agreste y prosaico. ¡Pero a ver quien invita a los amigos a pasar un domingo en el chalet de una urbanización con estirpe tan porcina!

A veces las veleidades semánticas retuercen como tirabuzones las etimologías de los topónimos y los nombres de los lugares acaban por indicarnos justamente todo lo contrario de lo que en sí encierran sus significados. En realidad, Groenlandia viene a significar literalmente tierra verde, y no precisamente por la abundancia de vegetación, sino a modo de promoción para animar a sus posibles colonizadores. Y en Tierra de Fuego, la parte más austral de América, hace un frío de aquí no te menees, por muchas y calentitas llamas que se le arrimen a su nombre. Algo parecido ocurre con el topónimo Guarromán, que nada tiene que ver con hombre guarro, sino con el río de los granados, el «Wadi-r-rumman» que llamaron los árabes en el Medievo. Y es que es para hacernos meditar cómo a la Cultura, la nuestra, la que mamamos durante siglos de los pechos de los tartesos, iberos, fenicios, cartagineses, romanos, visigodos, árabes, judíos y cristianos, le están surgiendo, como a la atmósfera, agujeros en el ozono protector de sus señas de identidad, los cuales, la mayoría de las veces, tratamos de parchear con los contrasentidos de un sucursalismo cultural ramplón y de última hora. Somos capaces de ver el «man» –hombre en inglés– en Guarromán colocado junto al guarro, y no vemos «gua» —Wadi en árabe, el río o el arroyo-. Hagamos a vuelapluma un urgente repaso por cuántos ríos, y pueblos del suelo patrio, comienzan por «gua» o «guada». Olvidamos de la noche a la mañana el legado árabe cuajado durante ocho siglos, y sólo bastan unos cuantos lustros de terapia televisiva para engancharnos al tren del sajonismo. Y es que el padre Guadalquivir y su antañona cultura ya no pueden con el todopoderoso imperio lingüístico del Mississipí.

Pero el parcheo toma tintes de disquisición grouchomarxista cuando denominamos a la entrada de Andalucía Despeñaperros, precisamente porque allí perdieron la batalla de las Navas de Tolosa las tropas árabes, –no olvidemos que también ha quedado en la historia aquello de «perro judío» para que nadie de las llamadas «tres culturas» se sienta ofendido por agravio comparativo–,  y colocamos el blanco y verde nazarita –el verde es el color del Islam– de nuestra enseña autonómica junto al nombre del famoso desfiladero. Irónico homenaje para aquellos «perros» que perdieron la tierra a golpes de mandoble, y sin embargo nos ganaron los símbolos siglos después. Otra vez volvemos a tener la patria del Capitán Trueno, la soñada más que la que pisamos.

Tal vez sea por todo esto por lo que tras los nombres peculiares de los pueblos se escondan los remiendos con los que tapar tantos agujeros que se nos abren en nuestras señas de identidad culturales. Hacer un congreso sobre el tema para cuando pase el chaparrón de la crisis, no tiene otras pretensiones, además de pasar unos días agradables, que el lanzar la primera paletada reparadora al consabido agujero negro de nuestras señas de identidad. Comencemos custodiando nuestros topónimos y acabaremos por no perdernos en un bosque de contrasentidos.

Yo me imagino los diálogos de los ponentes entre sesión y sesión:

— …Pues yo soy de Calamocos, en León.

— Considéreme su paisano, yo vengo de Benamocarra, en Málaga.

Y es que el mundo es un pañuelo con el que saludarnos, por mucho que se empeñen

unos cabritos fanáticos en empaparlo de lágrimas y sangre.

©  José María Suárez Gallego

Elogio del gazpacho

El gazpacho y la pipirrana son como la verdad, que cada cual tiene la suya y la defiende y condimenta como Dios le da a entender y mejor sea de su agrado.

Sancho Panza, en la gramática parda de su peculiar gastrosofía, subido en su rucio y dispuesto ya a dejar el oficio de gobernador de ínsulas, que tantas hambres y palos en las costillas le había deparado, dijo de esta forma, y a modo de despedida, a sus pretendidos gobernados, entre ellos el supuesto médico Pedro Recio de Tirteafuera:  “Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad: dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador […] Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador, más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre”. Y un médico, en nada impertinente, erudito y buen gastrónomo, como don Gregorio Marañón, en su libro “El alma de España” nos dejará escrito al respecto: “El gazpacho, sapientísima combinación empírica de todos los simples fundamentales para una buena nutrición que, muchos siglos después, nos rebelaría las ciencias de las vitaminas. La vanidad de la mente humana venía considerando el gazpacho como una especie de refresco para pobres más o menos grato al paladar, pero desprovisto de propiedades alimenticias. Las gentes doctas de hace unos decenios maravillábanse de que con un plato tan liviano pudieran los segadores afanarse durante tantas horas de trabajo al sol canicular. Ignoraban que el instinto popular se había adelantado en muchas centurias a los profesores de dietética y que, exactamente, esa emulsión de aceite en agua fría, con el aditamento de vinagre, sal, pimentón, tomate mojado, pan y otros ingredientes, contiene todo lo preciso para sostener a los trabajadores entregados a las más rudas labores”.

Sobre el origen y los componentes genuinos del gazpacho se podría escribir todo un tratado, que por muy voluminoso y erudito que fuera, no habría de ser más cierto. El gazpacho forma parte de la sabiduría popular nacida de la necesidad de tener que comer todos los días, y muchos de ellos sin saber “qué” por no tener “qué” en la despensa. De este modo, lo más a mano que encuentra el que poco tiene es agua, y a poco que siga buscando, encontrará un poco de sal: Y ya tenemos la salmuera, voz que procede de la latina “sal muria” (agua con sal, de la que deriva la palabra salmorejo) y que fue en el medievo la panacea conservadora de alimentos en la que se metía de todo, o casi de todo, porque de ella se libraron los quesos y las chacinas. Y puestos a pedir, ¿no habrá para nuestra salmuera un poco de vino echado a perder? de tan bíblicas reminiscencias: “A la hora de comer dijo Booz a Rut: Acércate aquí; come y moja tu pan en el vinagre [¿o vino?]” (Rut 2,14). Y Rut se sentó junto a los segadores y comió con ellos. ¿Pudo ser aquel el primer gazpacho de segadores del que se tiene noticia? Pues si tenemos ya agua, sal y vinagre, hemos llegado a los ingredientes de lo que los griegos clásicos llamaban el “oxicrato”. Sólo nos queda buscar una alcuza con aceite de oliva, con el que judíos y árabes regaban y amalgamaban todos sus alimentos, y echarlo al “oxicrato” de los griegos. Y si seguimos buscando, encontraremos en el cesto un pepino, de los que los israelitas añoraban de Egipto en su vagar por el desierto. Los mismos pepinos que cultivaron nada más llegar a Canaán junto a las viñas. Pepinos que el emperador Augusto tomaba como exclusivo medio para apagar su sed, y que no podía faltarle a su colega en el trono Tiberio. Pepinos que las gentes de Al-Ándalus tomaban como remedios para diabéticos y para avivar la inteligencia. ¡Sin darnos cuenta hemos llegado al gazpacho aguado de Jaén!

Y pongámosle un trozo de pan duro. Esperemos a que lleguen de América el tomate y el pimiento, y casi, casi tenemos ya el Gazpacho Universal. Sólo le falta ya la imaginación de quien lo oficia, y no ponerle cubitos de hielos para no aguarlo en demasía.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 24 de julio de 2020