Instintos y pandemia

Recuerdo haberle oído a José Saramago (1922–2010): «A mí no me gusta hablar de felicidad sino de armonía: Vivir en armonía con nuestra propia conciencia, con nuestro entorno, con las personas que se quieren, con los amigos. La armonía es compatible con la indignación y la lucha; la felicidad no, la felicidad es egoísta«.

El ser humano ha desarrollado dos instintos que pueden parecer contrapuestos pero que se complementan como el yin y el yang del taoísmo. Dos energías necesarias para mantener el equilibrio universal. Esta pandemia está poniendo de manifiesto, más que nunca, los dos instintos que nos invaden paradójicamente en situaciones difíciles: El instinto de supervivencia para seguir sintiéndose vivo, y el instinto de felicidad para no comenzar a sentirse muerto.

Sobre el instinto de supervivencia ya nos habló Charles Darwin (1809-1882), al afirmar que no eran las especies más fuertes ni las más inteligentes las que sobrevivían a una eventual crisis evolutiva, sino las que sabían adaptarse al medio en cada cambio vital. Más que el renovarse o morir que siempre le hemos oído decir a los innovadores, es el adaptarse o morir que predican los más conservadores.

Del instinto de felicidad ya nos habló André Maurois (1885-1965): “El anhelo de felicidad atañe a todos los seres humanos y durante toda su vida, por encima de prejuicios culturales y de hipocresías sociales.”

Las aspiraciones del ser humano siempre entran en pugna, y en tiempos de problemas sobrevenidos y no esperados, como es el caso de esta pandemia, mucho más, entre el instinto de supervivencia que lo mantiene vinculado a su irrenunciable cualidad de animal, y el instinto de felicidad que trata de aislarlo de la “triste realidad” de ser un animal acosado por el peligro y el miedo a lo desconocido.

En la comarca de raíces mineras en la que vivo, los mineros, la noche anterior de tener que volver a la mina a la mañana siguiente, sin saber si ese día sería el último de su vida, se iban a la taberna y ante sus problemas se decían que “el mejor remedio es empinarse un medio”, haciendo alusión a la botella de medio litro, de aquellas labradas de Anís El Mono, que se servían llenas de vino blanco en las tabernas mineras de Linares, La Carolina y los pueblos de la zona.

Hay un tercer instinto más difícil de calibrar en estas circunstancias de pandemia: Es el instinto de insensatez, que es cuando el deseo hedonista de felicidad ciega la necesidad de sobrevivir. El refranero español es preciso en esos aspectos: “Hay que vivir como si fuera el último día de tu vida”. “Que nos quiten lo bailao”. “El que venga atrás que arree”. O “Para lo que me queda que estar en este convento…”

            A final de cada día, después de cenar, nos solemos sentar en nuestro sillón de espectador del circo de las pandemias para que infinidad de asesores científicos, políticos curtidos, e ilustres ignorantes en varias disciplinas, nos hablen sobre “nuestros” tres instintos frente al virus: Si sobrevivimos, si nos divertimos o si nos idiotizamos.   

            Cuando concluimos sin tener las cosas claras, nos tomamos la temperatura con un termómetro de infrarrojos, y nos acostamos tranquilos si la pantalla se ha encendido en verde.

Recuerdo, tantas veces que mis manos se han quedado quietas frente al blanco absorto de una cuartilla muerta, sin saber nada de mis tres instintos de pandemia. Y recurro a la “Poesía Urgente” de Gabriel Celaya:

¡Prohibido, señores, jugar al Paraíso! / Todo está prohibido: Fumar, beber, reír a locas, /disfrazarse de arcángel, entrar en los espejos, / llamarle guardia al guardia y a una rabia, alegría, / o dar fuego al cohete con una rosa roja. […]

Debemos ser formales, solemnes, decorosos; / siguiendo los carriles crear libros y cuadros, / retratos que se pagan, poemas publicables; / disimular con formas sabias que estamos locos.    

            Me han dicho que estamos cerca de la “inmunidad de rebaño”. Por lo pronto ya han vacunado al pastor y el perro. ¡Progresamos adecuadamente hacia la supervivencia, la felicidad y la insensatez!

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 5 de febrero de 2021

Corresponsal de barra

Taberna El Gorrión (Jaén).

En el fondo, lo que yo quería era ser corresponsal de guerra, y esto lo digo en estas fechas que este periódico, Diario JAÉN, cumple sus primeros 80 años, y en el que llevo colaborando y unido a él casi cuatro décadas, desde que mi doblemente paisano, el recordado José Luis Codina, me abriera las puertas de esta casa. Pero de la misma forma que no soy cazador porque dudo que algún animal se dejara matar por mí, dudo también que yo tuviera cabida en alguna guerra, de esas en las que los poderosos mandan matar a los débiles sólo por la soberbia de sentirse más poderosos matando a débiles.

Si no puedo cambiar el mundo, al menos me conformo con cortarlo. Y los mostradores de las tabernas son un mundo, o muchos mundos diversos como las burbujas del agua carbónica que bullen y coinciden en el universo de un mismo sifón. Por eso, la vida me cambió el chaleco antibalas del corresponsal de guerra, con el cartel de “¡no disparen, soy periodista!”, por la paciencia infinita del corresponsal de barra, que espera cada día al duende de la vida leyendo el periódico, como Vladimiro y Estragón siguen esperando a Godot cada tarde.

El gran Antonio María Carême (1784-1833), el francés que es tenido en la Historia como «el cocinero de los reyes y el rey de los cocineros», inventor en su juventud del merengue y los crocantis, escribía a propósito del desplome del Imperio Romano, y de cómo se apagó allá en el siglo V ante las venerables barbas de San Crisóstomo, toda una civilización que había dominado el orbe conocido: «Cuando ya no hubo cocina en el mundo, tampoco hubo literatura, inteligencia elevada y rápida, ni inspiración, ni idea social». Fue el momento en el que Atila entró a saco con los «hunos» en la vieja Europa, y el buen comer, con sus entresijos culturales, hubo de refugiarse en las cocinas de los conventos y pasar la larga noche del Medievo.

La esencia última de la cultura de los pueblos del Mediterráneo reside en la especial querencia que las gentes del Mare Nostrum le tenemos a la calle. Es la plazuela, o la calleja íntima de un pueblo, o de un barrio, el cuenco en el que se subliman las esencias más puras de lo que somos, de lo que cada uno es como individuo o como colectivo.

No hay mayor crueldad, por tanto, para el paisanaje mediterráneo que encerrarlo entre las cuatro paredes de su propia casa, si no es para dormir, claro está, porque para vivir la vida en toda su extensión está la calle con sus múltiples facetas: la taberna, el bar, la tienda de barrio, la barbería, las casas de comidas cercanas a la parada de autobuses de los pueblos, la puerta de la iglesia el domingo por la mañana mientras tañen las campanas, la llamada a la oración de la tarde desde el alminar de la mezquita, los rabinos recitando el Talmud en la inmensidad del sábado, la churrería sosegando urgentes mañanas de inciertos lunes.

El gran triunfo de la cocina mediterránea es que sigue teniendo en sus bares y en las tabernas una forma de disfrutar de una gastrosofía vital en la que más importante que lo que se come y lo que se bebe, es con quién se hace.

Estos tiempos difíciles de la pandemia nos están poniendo de manifiesto que nuestros pueblos y ciudades sin sus bares son unos desiertos de emociones cotidianas. Nuestra gastronomía sin nuestra cultura de la tapa es como si la mascarilla se la hubieran puesto también a la esencia popular de lo que somos como cultura.

Colaboremos todos para que esta pesadilla pase pronto y en nuestros bares se oigan más órdenes a la cocina de que vayan marchando tapas, que silencios ante el miedo a un futuro incierto.

¡Venceremos y volveremos a nuestros bares de los que el virus nos echó! Pero para ello hay que erradicarlo desde la sensatez, y ya se encargará la sabiduría de la solidaridad tabernaria de reponernos el derecho irrenunciable a nuestra Cultura de los Bares.

¡Y que no se le ocurra a nadie elaborar una tapa denominada “pandemia”! porque sería amarga como la incertidumbre, ácida como el miedo y fría como una taberna sin parroquianos y sin corresponsales de barra.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 8 de enero de 2021

El eco de los necios

Vieja friendo huevos. Diego Velázquez (1618)

He oído decir en alguna ocasión que la cocina, del mismo modo que la gramática, la medicina, la moral y la ética, son artes de las llamadas normativas, en las que la descripción y la prescripción van unidas obligatoriamente. No podemos saber nada de la historia de la cocina, si no llegamos a comprender el origen por el que nacieron y se echaron a los fogones las primeras viandas que dieron lugar a los primeros «platos» más ancestrales.

            La cocina, con su descripción, su prescripción, su historia, y todos los barnices de intelectualidad que queramos darle, procede de dos únicas fuentes: Una, popular hasta las entretelas, y otra que mana de las alacenas de las clases acomodadas, que han existido en todos los tiempos y en todos los sitios. Existe una cocina campesina de tierra a dentro, o una cocina de marengos a pie de playa, y existe, dándoles réplica a ambas, una cocina cortesana, amanerada y capitalina. Existe una cocina de ama de casa, de modesta cocinera doméstica, que hace milagros con la cartera para estirarla hasta fin de mes, y existe una cocina de profesionales que sólo su dedicación exclusiva y la pasión por el oficio les hacen sobrevivir en un mundo de los negocios cada vez más competitivo y agresivo, y sobre todo en una pandemia, como la que sufrimos ahora, tan difícil y tan dañina económica y socialmente

            La cocina popular, hasta que llegaron los supermercados, ha estado estrechamente ligada al entorno natural de cada lugar, elaborada con todo aquello que se ha tenido al alcance mismo de la mano en el mercado de la plaza del pueblo, remansada y decantada a través de la imitación y la costumbre mimética, traspasada y enriquecida de generación en generación, con la viva voz de la tradición o con los entrañables recetarios de la abuela, escritos con más gastrosofía y amor que gramática y ortografía.

            La otra cocina, la de las clases acomodadas, la cocina sabia que llama Jean-François Revel en su Festín en Palabras, (Tusquets,1980), reposa sobre la invención, la renovación y la experimentación. Es ésta la cocina que ha hecho revoluciones culinarias, muchas veces desconociendo que lo que daban por nuevo ya llevaba siglos dando vueltas por las cocinas de Europa. De este modo es fácil comprobar que lo que hoy se presenta con visos de excentricidad e innovación, la alianza de lo salado y lo dulce, por ejemplo, era el pan nuestro de la cocina medieval hasta casi el siglo XVIII.

            La cocina sabia, que llama Revel, la que innova, imagina y crea, se ha expuesto la mayoría de las veces a tirar por derroteros que no han hecho otra cosa que incitar al amante de la buena mesa, al topógrafo de sabores, a un obligado retorno a la cocina del terruño, a la cocina tradicional, la cocina popular, a la cocina de siempre, que es la añorada cocina de la abuela.

            Por todo lo visto, oído y degustado, es fácil llegar a la conclusión de que el guisandero innovador y creativo, el de la cocina sabia, que pierde los referentes y el contacto con la cocina popular, con la cocina tradicional, rara vez conseguirá combinar algo realmente emotivo, hacernos  alcanzar la “gastroemoción”, y se convertirá en un expendedor de billetes para el retorno a la cocina del terruño, la de las viandas que da la tierra, desde la descripción y la prescripción aprendidas a pie de olla, con batuta de rasera y frac de mandilón.

            Nos preparamos para vivir unas fiestas navideñas diferentes, en las que vamos a comprobar con la mascarilla puesta, que más importante que lo que comemos es con quién lo comemos (no más de seis por mesa), aunque sea con nuestro inevitable cuñado terraplanario, o con nuestra imperdible cuñada antivacunas, admiradora del ínclito Donald Trump y de toda su corte de los milagros extendida por todo el insensato orbe negacionista, voceado desde el eco de los necios.

Nunca imaginé que podría llegar el día en el que cantáramos el “Noche de Paz” con una mascarilla puesta en la boca del corazón, bajo un cielo sin ángeles que han huido más de nuestras insensateces que del maligno virus.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 27 de noviembre de 2020

El fémur ancestral

De la experiencia de estos dos meses confinado, y haber vivido en primera persona los efectos restrictivos de una pandemia (una epidemia mundial), he tenido oportunidad de reflexionar sobre muchos aspectos de mi vida cotidiana, y en todo caso haber aprendido muchas cosas que por nimias o evidentes, siempre había creído que eran prescindibles.

A lo largo de mi vida he conocido alguna gente que no ha sido capaz de hacer nada para cambiar el pequeño mundo que lo rodea, y siempre se han justificado con un “¡el día menos pensado…!” como excusa y lamento impotente. Nunca llegué a entender si eso que muchas personas harían en ese mítico “día menos pensado”, siempre envuelto en un halo de sorpresa y misterio grandilocuente, podría ser desde que se suicidaran ellos por no aguantarse, hasta que me mataran a mí, por no aguantarme. Pero siempre el “día menos pensado” ha sido el saco de la procrastinación, palabra de difícil pronunciación que define el arte, o mala costumbre, de dejar las cosas para luego, para después, para “el día menos pensado”. ¡Es el castizo “vuelva usted mañana” celtibérico!

Esta crisis originada por un extraño virus, nos está enseñando que el “día menos pensado” puede ser hoy. Ya lo están siendo estos días, y pueden ocurrirnos cosas que nunca habíamos imaginado: Que se cerraran todos los bares, que nos quedáramos sin trabajo, que no pudiéramos despedir a nuestros muertos, ni abrazar a nuestros vivos, que se cerraran los colegios y las universidades, que no hubieran procesiones de Semana Santa, ni Fallas de Valencia, ni romerías, ni feria de Sevilla, ni sanfermines, ni verbenas populares, ni primeras comuniones, ni bodas, ni Rocío, ni toros, ¡ni fútbol!…

El día menos pensado ¡quién lo diría! puede ser hoy, y ¡ya lo es! Y me viene a la memoria una frase, que siempre he tenido como de San Agustín de Hipona, como única respuesta al “día menos pensado” de los que procrastinan: “Si necesitas una mano, te recuerdo que yo tengo dos”. (Con sus hombros correspondientes para arrimarlos)

El día siguiente al “día menos pensado”, también amanece, y hay que estar allí para construirlo. Nunca entenderé a los que a toda solución le agregan dos problemas sin soluciones, pero nunca están, ni se les espera.

Le preguntaron una vez a una eminente antropóloga en una entrevista de radio, cuyo raro apellido no acierto a recordar, que bajo su opinión de experta cuál había sido el momento crucial en el que en la evolución de las especies se produjo el primer signo de civilización del ser humano. Ella contestó que siempre había creído que ese instante debió ser el que certificaba el hallazgo, en unas excavaciones arqueológicas, del fémur de un primate, que presentaba una callosidad ósea que evidenciaba que se había fracturado y posteriormente vuelto a unir por formación de un nuevo tejido óseo.  Comentó que ningún mamífero con un fémur roto puede sobrevivir, porque antes de que el hueso vuelva a unirse, el individuo fracturado habría sido presa de un depredador, al no poder correr y huir, ni podría buscar alimento, ni agua. Aquel fémur fracturado y vuelto a unir, requería tiempo y que el sujeto en cuestión hubiera sido cuidado en su inmovilidad por otros semejantes suyos. Hubiera sido protegido, alimentado, cuidado… Ese era el primer indicio de civilización: ¡No abandonar a su suerte a un semejante débil, enfermo e impedido, cuidándolo, curándolo y rescatándolo para la comunidad!

Este fémur ancestral es el mejor monumento a la impagable labor, ahora más que nunca elogiada y aplaudida, de nuestros sanitarios. A su heroica vocación de servicio y a su abnegada humanidad a través de la historia. Y sobre todo un aviso a navegantes de que “el día menos pensado” podemos vernos en otra como ésta, y esperaremos entonces que los sanitarios estén ahí, pero protegidos y con medios, y a ser posible mejor pagados y valorados.

La salud pública nunca puede ser un negocio de cuatro “avispaos”, por muchas cacerolas que hagan sonar, aunque sea golpeando la cabeza de un fémur ancestral.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 15 de mayo de 2020

Meditación tras trece días confinados por pandemia del Covid-19

#CorresponsalDeAlertasNacionales

#MeditacionesDeUnConfinado

#MeQuedoEnCasa

Doy por concluido este decimotercer día (que además ha sido viernes) de trabajo confinado en el despacho. He comprobado que necesitamos vernos (muchos amigos han comenzado a poner las cámaras para hablar). Mañana comenzamos la tercera semana ¡Resistiremos y Venceremos!

He decidido no afeitarme hasta que no acabe todo ésto, aunque parezca mas viejo, pero como me dijo el inefable Comendador de la Cuchara de Palo, Camilo José Cela, en su casa de El Espinar (Guadalajara), cuando se es joven, se es joven para toda la vida. Y en ello estoy, con las limitaciones propias de las circunstancias.

Hoy he puesto en cuarentena de bloqueo a mucha gente que tenía en Facebook, por tóxica y porque en sí mismas son el virus del desaliento, la mentira interesada y el miedo.

Hoy he aprendido de ellas que no quiero ser como ellas, y dejo la puerta abierta a quien no quiera ser como yo, siempre modesto aprendiz en el difícil camino de la perfección, que me bloquee también.

Y cierro mi día en las redes con unos versos de San Juan de la Cruz en Monte de Perfección:

«Para venir a gustarlo todo

no quieras tener gusto en nada.

Para venir a saberlo todo

no quieras saber algo en nada.

Para venir a poseerlo todo

no quieras poseer algo en nada.

Para venir a serlo todo

no quieras ser algo en nada.

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Para venir a lo que gustas

has de ir por donde no gustas.

Para venir a lo que no sabes

has de ir por donde no sabes.

Para venir a poseer lo que no posees

has de ir por donde no posees.

Para venir a lo que no eres

has de ir por donde no eres.

________________________________

Cuando reparas en algo

dejas de arrojarte al todo.

Para venir del todo al todo

has de dejarte del todo en todo,

y cuando lo vengas del todo a tener

has de tenerlo sin nada querer.

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En esta desnudez halla el

espíritu su descanso, porque no

comunicando nada, nada le fatiga hacia

arriba, y nada le oprime

hacia abajo, porque está en

el centro de su humildad».

Mañana será otro día y verá el tuerto los espárragos, si es que la Guardia Civil no lo para a la salida del pueblo y lo vuelve a su casa, como está mandao.

© José María Suárez Gallego