El almanaque del desahucio

#Microrrelato


A la pobre mujer el banco en el que cobraba la pensión y la desahució, cada Navidad le regalaba el almanaque del nuevo año, en el que marcaba con una cruz el día que cambiaba la bombona de butano.

El día del desahucio se quedó olvidado en la pared de la cocina, junto a toda una vida vivida entre aquellas paredes y la bombona de butano a medio gastar.

© José María Suárez Gallego

El eco de los necios

Vieja friendo huevos. Diego Velázquez (1618)

He oído decir en alguna ocasión que la cocina, del mismo modo que la gramática, la medicina, la moral y la ética, son artes de las llamadas normativas, en las que la descripción y la prescripción van unidas obligatoriamente. No podemos saber nada de la historia de la cocina, si no llegamos a comprender el origen por el que nacieron y se echaron a los fogones las primeras viandas que dieron lugar a los primeros «platos» más ancestrales.

            La cocina, con su descripción, su prescripción, su historia, y todos los barnices de intelectualidad que queramos darle, procede de dos únicas fuentes: Una, popular hasta las entretelas, y otra que mana de las alacenas de las clases acomodadas, que han existido en todos los tiempos y en todos los sitios. Existe una cocina campesina de tierra a dentro, o una cocina de marengos a pie de playa, y existe, dándoles réplica a ambas, una cocina cortesana, amanerada y capitalina. Existe una cocina de ama de casa, de modesta cocinera doméstica, que hace milagros con la cartera para estirarla hasta fin de mes, y existe una cocina de profesionales que sólo su dedicación exclusiva y la pasión por el oficio les hacen sobrevivir en un mundo de los negocios cada vez más competitivo y agresivo, y sobre todo en una pandemia, como la que sufrimos ahora, tan difícil y tan dañina económica y socialmente

            La cocina popular, hasta que llegaron los supermercados, ha estado estrechamente ligada al entorno natural de cada lugar, elaborada con todo aquello que se ha tenido al alcance mismo de la mano en el mercado de la plaza del pueblo, remansada y decantada a través de la imitación y la costumbre mimética, traspasada y enriquecida de generación en generación, con la viva voz de la tradición o con los entrañables recetarios de la abuela, escritos con más gastrosofía y amor que gramática y ortografía.

            La otra cocina, la de las clases acomodadas, la cocina sabia que llama Jean-François Revel en su Festín en Palabras, (Tusquets,1980), reposa sobre la invención, la renovación y la experimentación. Es ésta la cocina que ha hecho revoluciones culinarias, muchas veces desconociendo que lo que daban por nuevo ya llevaba siglos dando vueltas por las cocinas de Europa. De este modo es fácil comprobar que lo que hoy se presenta con visos de excentricidad e innovación, la alianza de lo salado y lo dulce, por ejemplo, era el pan nuestro de la cocina medieval hasta casi el siglo XVIII.

            La cocina sabia, que llama Revel, la que innova, imagina y crea, se ha expuesto la mayoría de las veces a tirar por derroteros que no han hecho otra cosa que incitar al amante de la buena mesa, al topógrafo de sabores, a un obligado retorno a la cocina del terruño, a la cocina tradicional, la cocina popular, a la cocina de siempre, que es la añorada cocina de la abuela.

            Por todo lo visto, oído y degustado, es fácil llegar a la conclusión de que el guisandero innovador y creativo, el de la cocina sabia, que pierde los referentes y el contacto con la cocina popular, con la cocina tradicional, rara vez conseguirá combinar algo realmente emotivo, hacernos  alcanzar la “gastroemoción”, y se convertirá en un expendedor de billetes para el retorno a la cocina del terruño, la de las viandas que da la tierra, desde la descripción y la prescripción aprendidas a pie de olla, con batuta de rasera y frac de mandilón.

            Nos preparamos para vivir unas fiestas navideñas diferentes, en las que vamos a comprobar con la mascarilla puesta, que más importante que lo que comemos es con quién lo comemos (no más de seis por mesa), aunque sea con nuestro inevitable cuñado terraplanario, o con nuestra imperdible cuñada antivacunas, admiradora del ínclito Donald Trump y de toda su corte de los milagros extendida por todo el insensato orbe negacionista, voceado desde el eco de los necios.

Nunca imaginé que podría llegar el día en el que cantáramos el “Noche de Paz” con una mascarilla puesta en la boca del corazón, bajo un cielo sin ángeles que han huido más de nuestras insensateces que del maligno virus.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 27 de noviembre de 2020

Ahora que termina la Navidad

by-victor-gonzalo

Foto by Victor Gonzálo

Decía el bueno de mi abuelo Paco –quien me enseñó, entre otras cosas, a coger los días por sus aristas cortantes y no sangrar— que cuando alguien llamara a mi puerta solicitando unas monedas de ayuda, lo socorriera sin titubear, sin entrar a considerar la certeza o el fingimiento de su necesidad.

Argumentaba mi abuelo que en el ejercicio de toda caridad siempre había una gran dosis de egoísmo, además de la consabida pretensión vana de aquellos que dejados llevar de su cicatería moral pretendían ganarse la vida eterna a golpe de calderilla, pues el fin último de la caridad, se mire por donde se mire, no es un acto de solidaridad pura –ni mucho menos de justicia– sino el deseo de que no se pierda, perpetuándola, la costumbre de dar cuando se nos pide de sopetón, sobre todo por si llegada la desgracia nos vemos obligados a pedir nosotros también, que de sobra es sabido lo veleidosos que son los avatares de la vida en tiempos de vacas flacas.

Apostillaba mi abuelo que toda limosna debía ir acompañada sólo de una sonrisa. Para él era bochornoso el comportamiento de quiénes por el hecho de dar unas monedas se creían con derecho a dar también un consejo: “Tenga hermano y no se lo gaste usted en vino”, esgrimiendo la pretensión de constituirse en socios capitalistas de la desgraciada empresa del pobre –precisamente su pobreza— decidiendo también el destino más apropiado para tan insignificantes fondos.

La sociedad del “pan y amor todos los días“ me ha asignado, por lo visto, un “mendigo oficial” con el que hago caridad callejera sin darle consejos, acompañando mi exigua limosna de una sonrisa –ciertamente con lo que le doy no tiene más remedio el buen hombre que conformarse con el tinto de tetrabrik–, pero tengo la sensación íntima de que con mi silencio cobarde, con mi actitud cómoda y pasiva, estoy colaborando a que se sigan haciendo pobres durante todo el año desde la injusticia, para luego poder hacer caridad con ellos en Navidad, tiempo de vergonzantes chantajes emocionales.

@suarezgallego