Los justos y los cabales

Entrega de la XXIX Edición de los Premios Nacionales Cuchara de Palo, en Linares.

Hay quienes dicen que en estos tiempos que corren todos queremos estar en el mismo sitio y hacer la misma cosa a un mismo tiempo. ¡Cosas de las redes sociales y el “online”! Tenemos la sensación de vivir agolpados como abejas en un enjambre, más que en una colmena. Es por ello por lo que suelen decir los poco dados a bullas y achuchones que «uno, es soledad; dos, son compañía; y tres… una multitud«. Que aún sigue vigente, según se ve, aquello que siempre se ha tenido por verdad: «que la mucha gente ni para la guerra es buena«.

Y al hilo de esto cabe preguntarse cuál es el número más adecuado de comensales que han de sentarse juntos a compartir una comida y su tertulia. Y ciertamente no es fácil dar una respuesta, aunque la más sorprendente que he oído es la que se suele dar en el mundo del Flamenco: «Deben estar los cabales«, que es lo mismo que dejar la pregunta sin contestar y sujeta a las circunstancias del momento: «Deben estar los que tienen que estar«, es decir: Los cabales. Ni uno más ni uno menos. Y no deja de ser curioso que de lo primero que es sinónimo cabal es de justo, pero también de aquello que es excelente en su clase y en su género. Por tanto, para el mundo del Flamenco, en una reunión, incluidas las que tienen por herramientas la cuchara y el tenedor, deben estar todos aquellos que como el tradicional «Antón pirulero» tengan juego que hacer y que dar: Unos poniéndole voz al sentimiento del cante, otros bordando notas en la guitarra, otros jaleando al personal, y los más derrochando la armonía de sus silencios.

            Esta misma pregunta se la hicieron también tanto los hijos de la Roma Imperial, como los griegos de la culta Atenas, movidos por la preocupación de llevar su esmerada perfección al arte de comer juntos, pero no revueltos, y ellos, tanto unos como otros, llegaron a la conclusión de que el número óptimo era aquel que superaba el número de las Gracias, pero no pasaba el de las Musas. Es decir, entre tres que son las gracias, y nueve que son las musas. O lo que es lo mismo, entre tres y tres veces tres.

            Los viejos mitos y el peculiar juego del número óptimo de comensales, vienen a poner de manifiesto los temas de conversación más propicios para acompañar una buena comida, en la que  la política, la religión y el forofismo deportivo, desde siempre, según se ve, han brillado por su ausencia, a pesar de las olimpiadas de entonces, las de la vieja Olimpia, la lucha greco-romana, las carreras de cuadrigas, los bravos gladiadores, las movidas del Senado Romano y el culebrón sentimental de los dioses del Olimpo. No ocurre así con el planeta taurino, que desde el lejano y antañón Minotauro y aquellos acróbatas cretenses que saltaban sobre los cuernos del toro, parece estar tocado por la musa de las tres Gracias y la gracia de las nueve Musas, como corresponde a todo arte tenido por grande.

            Esta misma pregunta fue contestada en las postrimerías del siglo XIX por el marqués de Valdeiglesias, director del periódico La Época, quien nos dejó escrita la siguiente receta para lograr una buena comida en todos sus aspectos: «Pocos platos, pero bien hechos, y pocas personas, pero bien avenidas. Convidados que paguen en ingenio la hospitalidad que reciben, porque a la gente no se le convida a comer para que esté callada«.

            Vemos, por todo lo dicho, que no es fácil saber si alrededor de una mesa están todos los cabales, o son todos los justos. Pero entre unos y otros hay que tener siempre presentes a los que ya no pueden estar, pero estuvieron, cuya ausencia se nota como presencia siempre.

Al respecto, mi abuelo Paco, para mejor entender la rosa de los vientos tabernarios, me decía: “Toma, siempre que puedas pagarlo, vino del mejor, pero nunca te lo tomes con un “gilipollas” porque seguro que te lo echará a perder”. ¡Y eso no se lo merece ni tú, ni el peor de los vinos!

Los justos y los cabales siempre saben los intríngulis de la geometría del saber estar (tres veces tres), en la que se retuerce la esencia de un refrán: : “Dime con quién andas… Y te diré si voy”.

© José María Suárez Gallego

Publicado en el Diario JAÉN el viernes 19 de agosto de 2022

Poscultura y posverdad

El Diccionario de la Real Academia Española nos define  la cultura, en su cuarta acepción, como el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social, etc.

Pero no nos llamemos a engaño, el término cultura pese a que ennoblece el significado de las palabras que acompaña, a veces no es más que un maquillaje que  esconde todo lo contrario de lo que se pretende aparentar. Así, tras la parafernalia de la “cultura del reggaetón”, por poner un ejemplo, suelen esconderse más intolerantes y retrógrados que los que buscan su acomodo en el mundo de las camisas blancas y las corbatas de seda, más proclives a tener una mentalidad más carca y conservadora. Del mismo modo, la llamada “cultura del botellón”, aquella que tira por tierra las esencias de nuestra “cultura tabernaria”, lo que de verdad se esconde es una partida de desaprensivos que de forma descarada hacen su agosto vendiendo impunemente bebidas alcohólicas a menores desde una tiendecilla de chucherías abierta a todas horas. Curioso país el nuestro, tan poco dado a leer, en el que las disposiciones legislativas se exhiben en carteles con el ánimo de que se lean a sabiendas de que no van a ser cumplidas. De forma paradójica las administraciones públicas sancionan más, en realidad, no tener colgado el cartelito avisando que está prohibido vender bebidas alcohólicas y  tabaco a los menores de 16 años, que la circunstancia de que se las expendan. Esta inutilidad cartelaria fue llevada a la cumbre de los atentados a la libertad de expresión cuando antaño, en tiempos en los que no se consentía más cultura que la oficial, se pusieron en las tabernas aquellos demoledores carteles de “se prohibe el cante”, elevando el Flamenco a la categoría antihigiénica del esputo, pues también estaba “prohibido escupir” y sobre todo “hablar con el conductor” en los autobuses.

Caso análogo ha ocurrido desde los años sesenta del pasado siglo en los que comenzó el desprestigio de la boina, con los carteles que propician la “cultura de la prevención de riesgos y seguridad en el trabajo” y que se exhiben en las obras avisando de que es “obligatorio el uso del casco”, cuando éste sólo se lo suelen poner los gerifaltes que las visitan con el único ánimo de salir en la foto –siempre ridícula, por cierto, pues a algunos les sienta el morrión protector como a san Efrén el Sirio una magnum parabellum de 9 milímetros colgándole del cíngulo de su santo hábito de doctor de la Iglesia–. Tras la “cultura de la solidaridad” también se esconde mucho bucanero al frente de algunas ONG fantasmas que hacen de las guerras, los terremotos, las inundaciones, los huracanes, el hambre, y la muerte que las desgracias colectivas siembran, un negocio rentable de la sensiblería popular. ¡Por supuesto que ONG honestas haberlas haylas, y a las más conocidas de todos me remito!

La “cultura olivarera” también está sujeta a la paradoja de la  “poscultura de la posverdad” que profesan los genios del “dame pan y dime tonto” que han sabido apropiarse del olivo y sus plusvalías dejando la cultura para los poetas, los historiadores, los cronistas, los periodistas cabales, los idealistas sin partido, los partidos sin pesebre, los pesebres sin alfalfa de los que dan el callo por su tierra sólo por amor al arte, y sobre todo para los que invertimos las mañanas de los domingos escribiendo paridas como ésta a modo de clamor inútil en un desierto paradójicamente poblado de olivos como gritos, que inconcebiblemente callan cuando cantan las chicharras de la descultura, neologismo para expresar el acto de fomentar el desaprendizaje desde la mentira que es la desverdad.

Con los avances tecnológicos de la información, la posverdad es todo aquello que parece verdad sin serlo, lo mismo que pasa con la poscultura. Hemos entrado de lleno en la era de la “descultura de la desverdad”, o  de la “poscultura de la posverdad”. La gran pegunta es cómo y en qué condiciones vamos a salir de ella.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 22 de julio de 2022

La Guía Pichulín

ESTRELLA EN PLATO

 

(Publicado en Diario Jaén el viernes 19 de octubre de 2018) y

 

Hay quienes observando el vivir de cada día en esto que hemos dado en llamar la “sociedad occidental”, han puesto de manifiesto la querencia que se les tiene, en estos tiempos que corren, a las aglomeraciones humanas, cuando todos, en mayor o menor medida, a modo de terapia contra el miedo de percibirnos como seres incompletos, queremos, deseamos y pretendemos estar en el mismo sitio y a la misma hora, haciendo lo mismo. Todas las colmenas, antes de llegar a serlo, tuvieron una vocación primera de enjambre caótico. Nos resultaría muy difícil establecer la prelación entre qué fue antes siel juntos o el revueltos.

Que vivimos tiempos de crisis en la esfera de las íntimas soledades lo evidencia el auge actual de la gastronomía y su liturgia. Muy pocos seres humanos son capaces de preparar una mesa, con todas sus parafernalias, a sabiendas de que van a comer solos. El estigma ancestral de los tres acontecimientos que nos distanciaron definitivamente de nuestros hermanastros los monos sigue indeleble en nosotros: La habilidad de cocinar, la capacidad de hablar y la libertad de reírse. En torno al fuego se han hilvanado las entretelas de lo que somos como especie. Hasta tal punto, que al refugio en el que hemos depositamos las esencias de nuestra condición de seres sociales, le hemos dado el nombre del lugar en el que tradicionalmente se ha oficiado y custodiado el fuego comunal: El hogar. La sabiduría popular, al respecto, es contundente: Uno, es soledad; dos, son compañía; y tres… una multitud. La mucha gente ni para la guerra es buena. En el entorno de la gastronomía, una vez resuelto la condición de cualidad: el menú, subyace perdida y sin resolver la cantidad: los comensales. ¿Cuál es el número perfecto de comensales que han de sentarse juntos a compartir mesa y mantel, el pan y la sal, la palabra y sus silencios, y el gesto y sus sombras? No es fácil dar una respuesta, aunque la más sorprendente que he oído lo ha sido en el entorno del Flamenco: «Deben estar los cabales«. Que es lo mismo que dejar la pregunta sin contestar y sujeta a las circunstancias de cada momento: «Deben estar los que tienen que estar«, es decir: los cabales, ni uno más, ni uno menos. Y no deja de sorprendernos que, siendo justo el primer sinónimo de cabal, también lo sea excelente en su clase y en su género. Por tanto, para el mundo del Flamenco, en una reunión, incluidas las que tienen motivo gastronómico, deben estar todos aquellos que como en el tradicional «Antón pirulero» tengan juego que hacer y que dar. Unos poniéndole voz al sentimiento del cante, otros bordando notas en la guitarra, otros jaleando al personal, y los más derrochando la armonía de sus silencios.

            De este juego sobre la gastronomía y los que tienen que estar y no están, y los que están sin tener que estar, es un paradigma la mítica Guía Michelin, creada en 1900 cuando nacía el siglo XX, si bien sus famosas estrellas no aparecieron hasta finales de la década de los años veinte del pasado siglo, habiendo sido útil tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. Se cuenta que era tan precisa su descripción de todo tipo de caminos, ríos, puentes y lugares de Europa, que el ejército británico mandó imprimir miles de ellas para que cada oficial de las fuerzas aliadas llevara una el día que se inició el Desembarco de Normandía (6 de junio de 1944) con el fin de que no se perdieran en su avance hacia Berlín.

            Días pasados tuve la oportunidad de ver en las redes sociales un video del reputado cocinero Juan María Arzak, que recibió la primera de las tres estrellas michelín que tiene en 1974, explicándole a una irreconocible Mari Cruz Soriano, cómo se debía freír un huevo, toda vez que él ha expresado que le gustaría antes de morir comer un huevo frito con pimientos del piquillo. El reputado gurú de los fogones expresó que “el huevo hay que freírlo con aceite, pero no virgen extra, sino del 0,4º normal, aceite del más refinado”.

            En ese instante sólo se me vino a la mente el ¡manda huevos tresestrellasmichelin! ¡Yo ya te he puesto en mi Guía Pichulín, insigne fogonero!

© José María Suárez Gallego

 

FOTO ARTICULO LA GUIA PICHULIN