El eco de los necios

Vieja friendo huevos. Diego Velázquez (1618)

He oído decir en alguna ocasión que la cocina, del mismo modo que la gramática, la medicina, la moral y la ética, son artes de las llamadas normativas, en las que la descripción y la prescripción van unidas obligatoriamente. No podemos saber nada de la historia de la cocina, si no llegamos a comprender el origen por el que nacieron y se echaron a los fogones las primeras viandas que dieron lugar a los primeros «platos» más ancestrales.

            La cocina, con su descripción, su prescripción, su historia, y todos los barnices de intelectualidad que queramos darle, procede de dos únicas fuentes: Una, popular hasta las entretelas, y otra que mana de las alacenas de las clases acomodadas, que han existido en todos los tiempos y en todos los sitios. Existe una cocina campesina de tierra a dentro, o una cocina de marengos a pie de playa, y existe, dándoles réplica a ambas, una cocina cortesana, amanerada y capitalina. Existe una cocina de ama de casa, de modesta cocinera doméstica, que hace milagros con la cartera para estirarla hasta fin de mes, y existe una cocina de profesionales que sólo su dedicación exclusiva y la pasión por el oficio les hacen sobrevivir en un mundo de los negocios cada vez más competitivo y agresivo, y sobre todo en una pandemia, como la que sufrimos ahora, tan difícil y tan dañina económica y socialmente

            La cocina popular, hasta que llegaron los supermercados, ha estado estrechamente ligada al entorno natural de cada lugar, elaborada con todo aquello que se ha tenido al alcance mismo de la mano en el mercado de la plaza del pueblo, remansada y decantada a través de la imitación y la costumbre mimética, traspasada y enriquecida de generación en generación, con la viva voz de la tradición o con los entrañables recetarios de la abuela, escritos con más gastrosofía y amor que gramática y ortografía.

            La otra cocina, la de las clases acomodadas, la cocina sabia que llama Jean-François Revel en su Festín en Palabras, (Tusquets,1980), reposa sobre la invención, la renovación y la experimentación. Es ésta la cocina que ha hecho revoluciones culinarias, muchas veces desconociendo que lo que daban por nuevo ya llevaba siglos dando vueltas por las cocinas de Europa. De este modo es fácil comprobar que lo que hoy se presenta con visos de excentricidad e innovación, la alianza de lo salado y lo dulce, por ejemplo, era el pan nuestro de la cocina medieval hasta casi el siglo XVIII.

            La cocina sabia, que llama Revel, la que innova, imagina y crea, se ha expuesto la mayoría de las veces a tirar por derroteros que no han hecho otra cosa que incitar al amante de la buena mesa, al topógrafo de sabores, a un obligado retorno a la cocina del terruño, a la cocina tradicional, la cocina popular, a la cocina de siempre, que es la añorada cocina de la abuela.

            Por todo lo visto, oído y degustado, es fácil llegar a la conclusión de que el guisandero innovador y creativo, el de la cocina sabia, que pierde los referentes y el contacto con la cocina popular, con la cocina tradicional, rara vez conseguirá combinar algo realmente emotivo, hacernos  alcanzar la “gastroemoción”, y se convertirá en un expendedor de billetes para el retorno a la cocina del terruño, la de las viandas que da la tierra, desde la descripción y la prescripción aprendidas a pie de olla, con batuta de rasera y frac de mandilón.

            Nos preparamos para vivir unas fiestas navideñas diferentes, en las que vamos a comprobar con la mascarilla puesta, que más importante que lo que comemos es con quién lo comemos (no más de seis por mesa), aunque sea con nuestro inevitable cuñado terraplanario, o con nuestra imperdible cuñada antivacunas, admiradora del ínclito Donald Trump y de toda su corte de los milagros extendida por todo el insensato orbe negacionista, voceado desde el eco de los necios.

Nunca imaginé que podría llegar el día en el que cantáramos el “Noche de Paz” con una mascarilla puesta en la boca del corazón, bajo un cielo sin ángeles que han huido más de nuestras insensateces que del maligno virus.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 27 de noviembre de 2020

Saber es recordar

MAMOTRETO

(Publicado en Diario Jaén el viernes 24 de agosto de 2018)

El rigor del conocimiento, en modo alguno, debe confundirse con el saber encorsetado de los petulantes, aludidos con tanto acierto por Cervantes en boca de don Quijote: “que hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que después de sabidas y averiguadas no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria.

La cocina tradicional, que marca los referentes de identidad de un determinado pueblo, sí importa al entendimiento y a la memoria porque es parte esencial de ambos, como ya ponía de manifiesto Platón en su Teoría de la Reminiscencia: “Scire est reminisci”, saber es recordar. ¡Y qué próximo está saber de sabor, a un tiro de vocal en una misma constelación de consonantes!

Con los años cada cual experimenta en sí mismo la diáspora de los sentidos. La memoria se desgrana y el recuerdo de los sabores inicia un viaje casi iniciático, como una odisea sensual e inevitable, desde el paladar hasta la tierra prometida del estómago. Es entonces cuando asumimos que el paso del tiempo en nuestras vidas no es una cuenta atrás en un cronómetro mortífero, y que el transcurrir de los años tiene mucho de racimo de uvas, de ristra de ajos, de cestillo de cerezas o de orza de aceitunas aliñadas que vamos consumiendo sin importarnos el principio ni el final, atendiendo sólo a la pasión de saborearlas. Pese a todo, la cocina sigue siendo hoy por hoy la única manifestación humana que transmuta la Naturaleza en Arte, aunque en nuestra contra juega una innegable evidencia: pasados los treinta años, primera cana arriba segunda cana abajo, como nos advierten los fisiólogos, las papilas gustativas van perdiendo la capacidad de regenerarse cada semana, o cada diez días, y poco a poco nos vamos quedando huérfanos del “saber por el sabor”, no guardando nuestra memoria más sensaciones ni recuerdos que la de los sabores perdidos por no percibidos, como igualmente ocurre con los olores.

Con los años, pues, no perdemos la memoria gustativa, que nos permite recordar la cocina de nuestras abuelas, pero si la capacidad de percibir los sabores y los olores, que nos niega el poder revivirla, pero no el de recrearla. No obstante, cuentan que el descubridor de la penicilina, el doctor Fleming, después de haber recibido el premio Nobel de medicina en 1945, hizo un viaje triunfal por España. En Jerez, aprovechando su paso por la ciudad, fue agasajado en una bodega, siendo en ella donde pronunció una de sus frases más afortunadas: “Si la penicilina salva a los enfermos, el vino resucita a los moribundos”. Frase que la he oído en diferentes versiones, y una de ellas extrapolada hacia una generalización gastrosófica: “Al ser humano lo curan las medicinas –y no siempre–, pero lo que de verdad lo hace feliz es lo que se fragua en las cocinas y en las bodegas”.

Cada plato elaborado es una oportunidad que le damos al instinto de felicidad que nos alberga como el huésped amable y bonachón de las antiguas pensiones “de vida en familia”; una vivencia única, irrepetible, sólo recuperable del tiempo a través de la memoria humana, es decir, mediante una acción intelectual y voluntaria que, afortunadamente, nos hace poner en su sitio a tantísimo artefacto que en una absurda guerra de lo inerte nos han sido dados para hacernos meros espectadores de nuestra propia vida.

La alimentación humana es una realidad diversa, pero no exenta de una paradoja que la sostiene: irremisiblemente siempre es igual y sorprendentemente siempre es distinta, porque no hay dos platos que partiendo de la misma receta y con los mismos ingredientes lleguen a culminar los mismos sabores, los mismos olores y las mismas texturas. Hay un ingrediente primordial: el amor, único camino seguro para llegar a todo corazón, que diría Concepción Arenal. Y cuando al corazón se quiere llegar a través del estómago, hay que recurrir a la cocina dejada “hacer a su amor”, relatada a pie de fogón por todas las abuelas que han sido, son y seguirán siendo, para bien de una especie que comenzó a ser sapiens precisamente cuando aprendió a cocinar, a hablar de lo que comía y a reírse de lo que decía.

SABER ES RECORDAR TOTO DEL ARTICULO EN DIARIO JAEN