Recuerdo aquellos tiempos en los que cambié la trinchera del desencanto por el noble menester de ser corresponsal de barra tabernaria, más que de guerra de salón, en los que guardaba en el cajón de mi mesa un diario de vivencias –sempiternamente inédito— al que titulé “Escupiendo a barlovento”, y cuya dedicatoria decía así: “A mis amigos en el poder. Piadosamente”.
Escupir a barlovento es la lección primera que ha de aprender todo grumete a la hora de embarcarse, ya sea por mera aventura lúdica, ya sea por el sólo deseo de adentrarse en el mar tenebroso de las singladuras del poder. Escupir a contraviento, esquivando tu propio salivazo devuelto por la galerna, es la reválida que la universidad de la vida le hace pasar a todo aquel que lleva cumplida relación de todas las cosas que «me duelen hace tiempo en los cojones del alma», que diría nuestro Miguel Hernández.
Monumento «Barlovento» de César Manrique en Costa Martiánez – Lago Martiánez
Últimamente
caigo en la cuenta de cómo ha aumentado el número de premios que se conceden en
Jaén. Hoy en día no hay estamento, institución o ente privado o público que se
precie, que no resista la tentación de elegir a sus “mejores”. “Júntate a
los buenos y serás uno de ellos”, le decía como sabio consejo don Quijote a
Sancho. Pero uno, puñetero empedernido, se pregunta: Si los premios se conceden
a los mejores, y hay tantos premios, es un indicio claro de que contamos con
muchos buenos. ¿Entonces por qué estamos dónde estamos y no despegamos nunca? O
quienes conceden los premios no aciertan, o quienes los reciben no los merecen.
Pero aquí da premios hasta el “tío de los globos”, ese que encabeza las
procesiones de Semana Santa con el carrito de las chucherías.
El
endémico victimismo que padecemos lo adornamos con que Jaén es una provincia
que ha desmantelado su ferrocarril, y que mantiene para vergüenza ajena un
tranvía oxidándose que nos ha costado lo que no tenemos. Ocupamos los últimos
puestos en todo lo positivo, y los primeros en todo lo negativo. Tenemos el
ayuntamiento más endeudado, y llevamos como un estigma que, de los diez
municipios españoles con mayor tasa de desempleo, tres son de Jaén.
Recuerdo
aquellos tiempos en los que cambié la trinchera del desencanto por el noble
menester de ser corresponsal de barra tabernaria, más que de guerra de salón,
en los que guardaba en el cajón de mi mesa un diario de vivencias
—sempiternamente inédito— al que titulé “Escupiendo a barlovento”, y
cuya dedicatoria decía así: “A mis amigos en el poder. Piadosamente”.
Escupir a barlovento es la lección primera que ha de aprender todo grumete a la
hora de embarcarse, ya sea por mera aventura lúdica, ya sea por el solo deseo
de adentrarse en el mar tenebroso de las singladuras políticas. Escupir a
contraviento, esquivando tu propio salivazo devuelto por la galerna, es la
reválida que la universidad de la vida le hace pasar a todo aquel que lleva
cumplida relación de todas las cosas que nos duelen desde hace tiempo en los
cojones del alma.
¿Qué
nos quedará por ver y padecer en este circo de payasos que dan más miedo que
risa antes de que ejerzamos nuestro irrenunciable derecho al pataleo? Julián
Marías escribió en 1963 su “España posible en tiempos de Carlos III”,
reeditada en 1988 coincidiendo con el bicentenario de la muerte del “rey
alcalde”. En tal libro nos da noticia de interesantes documentos sobre lo que
le sucedió al todopoderoso y arrogante don Leopoldo de Gregorio, marqués de
Esquilache, quien en la primavera de 1766, cabreado el pueblo por la subida del
pan, fundamentalmente, y por la prohibición de usar las capas largas y los
sombreros de ala ancha, como causa más folclórica, tuvo que poner los pies en
polvorosa camino de Cartagena como medida precautoria para no perder el
pescuezo por retorcimiento, que así le llama el pueblo llano a lo que sostiene
la cabeza cuando el cabreo con sus gobernantes es muy grande. Valgan como botón
de muestra las jácaras que el pueblo de Madrid dedicó al marqués de Esquilache
en su huida:
“Algún tiempo mucho
fui, / ya cosa ninguna soy, / pues se cagará en mi hoy / quien temblara ayer de
mí. / Ruedo hoy, ayer subí, / hoy huir, ayer mandar, / más, puesto a
considerar, / justo mal se me señala / pues una cosa tan mala / en que había de
parar. […] / Más ¿por qué ha de tener tan triste fin? / Porque engordó
muy bien y era razón /le llegase también su San Martín”.
Trataré de localizar al “tío de los globos” y convencerlo para que otorgue sus premios a los peores, a ver si así acertamos de una puñetera vez.