La encina de Olavidia

El autor, en julio de 2007, junto al árbol y la piedra que recuerdan a Carlos III en el Parque de la Fuentecilla en Guarromán desde 1988, año que se celebró el III Congreso de Historia de las Nuevas Poblaciones.

Mira, paisano, se conmemoran los veinticinco años de la encina que se plantó en Guarromán con tierra traída de todos los municipios de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía, con motivo del Bicentenario de la Muerte de Carlos III, y que figura desde entonces en el escudo de Olavidia. ¡Qué tiempos aquellos cuando nos subíamos a las cometas de la Utopía y le colgábamos en su cola las banderas que ahora nos arrían! Ya hemos aprendido de sobra, paisano, a sacarle lustre cada mañana a los zapatos de ganarnos el pan, y a calzarnos por las tardes los pies desnudos de sentarnos a la orilla del río de los sucesos. Los doctorados en Ciencias Inútiles para lo único que sirven, paisano, es para poder clamar de vez en cuando en el desierto de papel de estas veintitantas líneas, que como casi treinta dunas, le ponen la arena al albero de estos artículos.


Olavidia es todo aquello que en el siglo XVIII Pablo de Olavide soñó en los ojos de cada uno de los colo­nos que trajo a las estibaciones yermas de Sierra Morena desde los fríos y las hambrunas de las posguerras de Centroeuropa. Olavidia es,  sobre todo, paisano, la utopía que guardan los proyectos que se  redactan para construir sociedades mejores en las que  no sean los gobernantes los que les piden al pueblo que dimita de sus funciones reivindicativas en pos de patrias más grandes, aunque menos libres y nada unidas.


Qué fácil es pasar, paisano, del concepto de comunidad histórica al de “comunidad histérica” cuando los gobernantes de turno olvidan el síndrome de Esquilache –esto es, paisano, salir por pies perseguido por el pueblo que se niega a perder lo que es suyo—  y hacen oídos  sordos a lo que el pueblo les canta en sus cancioncillas de gramática parda:
Algún día mucho fui, / ya cosa ninguna soy, /pues se cagará en mi hoy,/ quien temblara ayer de  mí.


Escribo estas líneas precisamente a la sombra de aquel emotivo árbol desde la comodidad de hacerlo en una moderna tablet, feliz y contento porque,  pese a todo, aún no se le haya ocurrido a algún iluminado salvapátrias cortárnoslo.

(Publicado en Diario JAÉN el  martes 28 de mayo de 2013)

© José María Suárez Gallego

Subirse a un árbol

Los de mi generación idealizábamos, en nuestra juventud, la armonía entre las ideas, y nos ha costado lo nuestro asumir que existe el mal irremediable. A golpe de desencanto hemos aprendido que existe la maldad gratuita, afición favorita que practican aquellos que le ponen zancadillas a la Historia (con mayúscula) sin beneficiarse en nada de ello. Ya nos lo decía el ilustrado Voltaire: “Una de las mayores desgracias de las gentes honradas es que son cobardes”. Y este mundo, repleto de ideas globalizantes, parece que está hecho sólo y exclusivamente para chacales valientes.

            Pero es el mismo Voltaire quién nos da la solución: “Entre lobos, conviene aullar de vez en cuando”, posiblemente porque la Historia (con mayúscula) nos haya perpetuado un modelo de persona honrada pero necesariamente cobarde, inspirado en el empeño que los creadores de todas las globalizaciones posibles han puesto para que nos creamos que sólo nos hacemos merecedores de la diaria ración de progreso y bienestar, exclusivamente desde el silencio de los corderos. El “come y calla” con el que pretendieron vanamente amamantarnos a toda una generación, que seguimos creyendo en la armonía y la transparencia de las ideas como el mejor antídoto frente a todos los que desde la maldad gratuita le siguen poniendo zancadillas a la Historia, y, sobre todo, a los pobres corderos que nos atrevemos a aullar.

Alguna vez, a modo de ejercicio contra el conformismo “cobarde y buenista”, sería saludable que cuando nos sintiéramos hundidos e ignorados, nos subiéramos a un árbol y gritáramos desde arriba que no nos queremos bajar. Comprobaríamos que todos cuántos nos hunden y nos ignoran tratarían de convencernos para que nos bajáramos “por nuestro bien”, y volviéramos a la soledad del hundimiento que marca el sistema.

Es como si quisieran devolvernos al modelo básico medieval de las relaciones interhumanas: Un señor que prefiere la libertad a la vida, frente a un siervo que prefiere la vida a la libertad. La superioridad del señor sobre el siervo es esencial en este modelo de vasallaje. Cervantes nos propone otro modelo: la complementaria oposición entre la conducta según la inteligencia y el ideal, de don Quijote, y la conducta según los sentidos y la realidad, de Sancho Panza.

Pero uno de los peores males que puede envenenar las entretelas del ser humano es el “espíritu del yogur”, que te hace sentir un día que ya estás caducado y asumes que envejecer dignamente es un arte que se exhibe sin pudor ante los que te quieren bien y, sin embargo, te apuñalan en sus sueños. Que de todo hay en el navajeo del subconsciente

Las personas, como las ciudades, somos lo que buscamos en ellas. Y llegado el caso podemos perdernos en un anhelo, o en un estrechón de manos, en un deseo hecho acera, o en una querencia hecha esquina. Pero la mayoría de las veces son las ciudades las que acaban perdiéndose en la complicada geografía que delimita nuestras frustraciones. En el fondo, en nuestras ciudades lo que buscamos siempre es un aparcamiento, y a ser posible no pisar las cacas del perro de nuestro vecino, que sabe cómo nadie cagarse en el lugar y a la hora precisa que pasamos en busca del urgente eclipse total de nuestras almas.

Al fin y al cabo, las ciudades y el amor son como los relojes, que cuanto más sencillos mejor funcionan, pese a que la mayoría de las veces nadie sepa dónde y a qué hora dejamos, mucho antes de que caducáramos, la trenca en cuyos bolsillos olvidamos las manos que un día acariciaron la desnudez de nuestros sueños imposibles, cuando nadie le ponía precio a los labios en los que abandonamos, como unos zapatos viejos, nuestros besos primeros. Los que nos hemos hecho mayores robándole las esquinas a las canciones de Sabina, sabemos que nuestros corazones de gentes decentes y respetables conservan la rebeldía inefable del garrafón en vaso de plástico. Y ese, y no otro, es el verdadero impulso que esconden nuestras ciudades en los árboles a los que subirse algún día como purga de nuestras cobardías.

© José María Suárez Gallego

Publicado en Diario JAÉN el viernes 28 de junio de 2019