Con los años aprendemos que, si en la juventud fuimos capaces de desafiar todas las reglas, ya de mayores nos arriesgamos a secundar todas las excepciones, con la esperanza de que algún día podamos sentirnos como cuando no queríamos ser igual que todo el mundo. ¡Y pensar que yo de mayor quería ser niño!
Muchas veces sucede que aquello que nos ocurre en la vida no aparenta ser lo que nos parece. Por ello es prudente que antes de pronunciar palabras que resulten inconvenientes al que las oye hay que darles la mesura de la reflexión, pues de no ser así habrá de pasarnos lo que suele ocurrirle al necio, que siempre que habla parece que regaña al que lo escucha desde la cordura.
En las cosas de la pitanza ocurre lo mismo, que hay viandas que tras sus nombres esconden otras realidades. De este modo el pavo no es ave alguna, sino carruécano o carrueco frito con chorizo y guindillas. De igual manera los pajarillos de huerta no son avecillas que revolotean junto a la vieja noria, sino pimientos verdes pequeños que abiertos a todo lo largo de su mitad se fríen y se toman «salaíllos» como tapa de taberna. Y sin alejarnos del terreno hortelano, en él hemos oído hablar también de los boquerones de huerta que en manera alguna son pececillos de alberca, sino judías verdes rebozadas en huevo y harina con levadura, y fritas en aceite de oliva virgen extra. Los lagartos, y no el que reventó en la Malena, precisamente, son en las tierras de La Loma, los cogollos de lechugas con aceite, sal y un poco de vinagre, si se quiere. Esto mismo se conoce en la huerta murciana como perdiz, y perdiz se le llama en la ciudad hermana de Granada a la patata asada, las «papas asás» con sal y pimienta que preparamos en esta tierra.
Habrá de ocurrirnos igual con el carnerete, pitanza que no lleva carne ni tiene relación alguna con el carnero, y que ha sido durante buen tiempo el quitahambres matutino de gañanes y labriegos de Sierra Mágina y de la campiña de Jaén. Plato que en su esencia no es más que rebanadas de pan frito, picatostes, que rematarán una salsa hecha con un diente de ajo machacado en el mortero junto a un pimiento rojo seco, y después puestos a hervir en agua sazonada con aceite, vinagre y sal. Como punto final se le «estrellarán» tantos huevos como comensales haya. Así lo comimos en Pegalajar, acompañado de un buen tazón de leche, como ya se hacía en las épocas de duras faenas agrícolas.
Otra forma de hacerlo, mucho más sustanciosa que el ya descrito, es el que se prepara en Cambil, donde en el aceite que más tarde dará cuerpo a la salsa, se ha frito un chorizo, una morcilla y un par de torreznos, que de esta guisa pasarán a ser suculentos tropezones junto a los picatostes. Al sofrito también se le puede agregar tomate y comino, dándole de este modo más sabor. Pero lo que no ha de faltarle, en modo alguno, son los huevos escalfados, para que de esta forma no haya motivos de llamarle «carnerete capao», como así se le llama al que no los tiene.
Las cosas no siempre son lo que parecen, ni tras un nombre se encierra siempre la realidad de una palabra. En Linares había, allá por el siglo XVIII, según referencia dada por el historiador Federico Ramírez y que nos comentó el recordado cronista Juan Sánchez Caballero, un lugar conocido por «el carnerete», que no era otra cosa que «una especie de alberquilla de altas paredes en la que se acostumbraba a depositar los restos de los difuntos cuyas familias no poseían en la iglesia sepultura de preferencia».
Otra antigua vianda es el carnerete que lleva habas fritas como tropezones, plato más de campiña que serrano, pero que unido a una cancioncilla popular que se cantaba en algunos pueblos de Sierra Mágina, nos unen ambos carneretes, el de vivos y el de muertos, cuando corrían tiempos de penuria pitancera:
«Si no fuera por las habas, / ¿dónde estaríamos ya? / Camino del cementerio / con las manitas cruzás».
La vida no deja de ser una alacena repleta de trampantojos, en la que algunos, para nuestro desconsuelo, no dejan de ser “ni chicha ni limoná”.
Y algún día este «corresponsal de barra» podrá decir y escribir que hubo un tiempo durante la pandemia de 2020 y 2021 que fue un «corresponsal de guerra» en la lucha contra el virus, los negacionistas, cabezas cuadradas, oportunistas de la política, políticos oportunistas, dromedarios sin desierto, robinsones sin isla, olas sin playa, poetas sin estrofas, partituras sin pentagramas, y sobre todo, agoreros de mundos peores que ellos son capaces de construirnos para nuestra desgracia.
¡Volveremos a las barras y volverán a ser nuestra patria de la concordia y de la palabra! Con mas banderillas picantes que banderas hirientes, con más ensaladilla rusa que rusos en la ensaladilla, con más callos con garbanzos, que garbanzos en los zapatos que nos aprietan los callos, con más taberneros de cabecera que nos pregunten: ¿lo de siempre?, que quienes nos prometen el cielo y nos meten en un infierno repleto de «nuncas».
Cuando todo esto pase diremos, si salimos vivos de él, que vivimos «el año menos pensado» (que alguna vez en la vida llega) en el que creímos que éramos tan diferentes en lo que la vida nos da, cuando todos somos tan iguales en lo que la vida es capaz de quitarnos, y llegado el caso, nos quita.
Ayer recibí mi primera dosis de vacuna anti covid-19.
¡A mis amigos muertos, desde la emoción de la barra que compartimos! A mis amigos aún vivos: ¡A ver cuando nos vemos y echamos unas cañas!
De un tiempo a esta parte, justo en las dos década que han servido de transición de un siglo a otro, la cocina está dejando de ser considerada un “arte menor” del costumbrismo, tanto por el mundo académico como por los estudiosos de los fenómenos sociales, para ser considerada, por derecho propio, como un patrimonio cultural situado al mismo nivel de importancia que el patrimonio monumental, el literario o el de las artes plásticas. Pero esta apreciación, que parece resultarnos novedosa hoy en día, ha sido una constante secular en las civilizaciones del Mediterráneo, en las que tres ingredientes: el pan, el vino y el aceite, han dibujado la geometría cultural y alimenticia de su paisanaje y su paisaje. Trigo, vid y olivo, le han puesto sabor y paisaje, durante varios miles de años, a la geografía mediterránea.
Pretendemos esbozar en estas líneas algunos referentes históricos, sociales y etnológicos que han hecho posible que el aceite de oliva, en su calidad más alta: la virgen extra, haya pasado de ser considerado no sólo un alimento saludable, sino todo un patrimonio cultural y gastronómico de la sabiduría milenaria de los pueblos del Mediterráneo.
Uno de los primeros apuntes gastronómicos más certeros que se han escrito sobre el aceite de oliva se lo debemos al filósofo, matemático y médico andalusí Ibn Rushd (1126-1198), más conocido en la historia cultural de Occidente como Averroes, en su tratado Kitab al-Kulliyat fi-l Tibb («Libro sobre las generalidades de la Medicina»), y dice así:
«Los mejores huevos son los de las gallinas. Cuando se fríen en aceite de oliva son muy buenos, ya que las cosas que se condimentan con aceite son muy nutritivas; pero el aceite debe ser nuevo, con poca acidez y de aceitunas. Por lo general, es un alimento muy adecuado para el hombre.”
Averroes es el filósofo que da a conocer a la Europa de los siglos siguientes al XII el pensamiento aristotélico, siendo su figura intelectual, por tanto, decisiva en el desarrollo de un pensamiento y de una cultura propia de Occidente.
Pero no habrían de quedar sus apreciaciones sobre el aceite sólo en una mera referencia sobre los huevos fritos, sino que en el mismo tratado, Kitab al-Kulliyat fi-l Tibb («Libro sobre las generalidades de la Medicina»), nos habrá de describir las sanas cualidades del aceite de oliva:
“Los alimentos condimentados con aceite son nutritivos, con tal que el aceite sea fresco y poco ácido […] Cuando procede de aceitunas maduras y sanas, y sus propiedades no han sido alteradas artificialmente, puede ser asimilado perfectamente por la constitución humana […] Por lo general es adecuada para el hombre toda la sustancia del aceite, por lo cual en nuestra tierra sólo se condimenta la carne con él, ya que éste es el mejor modo de atemperarla, al que llamamos, rehogo. He aquí como se hace: se toma el aceite y se vierte en la cazuela, colocándose enseguida la carne y añadiéndole agua caliente poco a poco, pero sin que llegue a hervir.”
Ciertamente –lo digo por propia vivencia– no hay peor experiencia gastronómica para alguien acostumbrado a las frituras con aceite de oliva, que tomar unos huevos fritos en mantequilla, temeridad alimenticia ésta que hace que se conmuevan los cimientos milenarios de la Cultura Mediterránea. Invito desde aquí a todos cuantos quieran a que comprueben la diferencia, dándole finalmente la razón al filósofo, matemático, médico y gastrónomo Averroes.
Vieja friendo huevos. Diego Velázquez. Año 1618. Galería nacional de Escocia. Edimburgo.
No obstante, la presencia de huevos fritos en la dieta de los cristianos españoles del siglo XVI, por ejemplo, era más bien escasa, lo que hizo posible que algunos investigadores llegaran a pensar que lo que en realidad está haciendo la mujer protagonista del popular y conocido cuadro de Velázquez, Vieja friendo huevos (1618), no es otra cosa que escalfarlos, más que freírlos, lo que llevó al profesor Gregorio Varela, presidente de la Fundación Española de la Nutrición, y Premio Grande Covián 2000, a tener que demostrar durante la I Conferencia sobre la Fritura de Alimentos, celebrada en 1986, que lo que la popular vieja –presumiblemente la suegra del pintor— está haciendo en el cuadro es freír huevos con aceite, no suscitándose duda alguna.
Tres han sido, pues, los diferentes vientos que han hecho girar las veletas del entorno, el paisaje y el paisanaje, de lo que se hado en llamar la Cultura del Mediterráneo: El trigo, la vid y el olivo. Vientos culturales que nos dejaron como un soplo tres símbolos tangibles y omnipresentes: el pan de cada día; el que compartido en una comida crea lazos indisolubles y difíciles de olvidar, vínculos que el saber popular inmortaliza en sencillos adagios: «convidados, los que comparten la comida; compañeros, los que comparten el pan». El vino, del que se ha llegado a decir que es la parte intelectual de la comida, y cuya medida la dejó prescrita a sus monjes San Benito: «Vale más tomar un poco de vino por necesidad que mucha agua por avidez». Y el aceite de oliva virgen extra, el único que puede ser llamado así pues sólo él brota de las entrañas de la aceituna por simple presión, como un íntimo abrazo en el que se han fundido las culturas del Mediterráneo: la de la Grecia clásica, la de la Roma del imperio, la de los judíos de la Diáspora, la de los árabes califales, y la de los cristianos, guerreros de cruzadas, monjes de abadías y navegantes de océanos por descubrir.
Aceite de oliva virgen, hijo del olivo que sobrevivió al fango del Diluvio de Noé, según refiere la Biblia, surgido del árbol de la sabiduría de la griega Atenea, de la romana Minerva, que cambió la guerra en paz y las lanzas en olivos. Aceite santo con el que los hebreos ungían a sus reyes. El mismo que Jacob derramó sobre la piedra que le había servido de cabecera en su sueño celestial, consagrando su relación con la presencia divina Betel, al ungir con aceite la roca sobre la que se había quedado dormido. Es el aceite de oliva virgen, aquel que no ha tenido relaciones químicas con otras sustancias, aquel que encierra la magia de su pureza en las palabras de El Corán, libro sagrado del Islam: «El aceite es tan limpio que resplandece, aunque no lo toque ningún fuego».
Durante la Edad Media en la España cristiana el destino principal del aceite de oliva no fue para ser consumido como ingrediente culinario, sino para utilizarlo en los oficios litúrgicos, ya fuera como santo óleo de unción o como combustible de lampadario. El aceite consagrado el Jueves Santo se distribuía entre todas las parroquias, como sucede también ahora, debiendo durar todo el año. También los candiles para alumbrar que ardían en los altares debían ser alimentados exclusivamente con aceite de oliva, utilizándose así mismo desde antiguo como ingrediente de ungüentos sanadores.
Veamos algunas citas al respecto que aparecen en los textos bíblicos:
“Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa.” (Salmos 23:5)
“De la planta del pie a la cabeza no hay en él cosa sana: golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas, ni vendadas, ni ablandadas con aceite.” (Isaías 1:6)
“Expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.” (Marcos 6:13)
“¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor.
Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados.” (Santiago 5:14-15)
Serían las órdenes religiosas, por tanto, las que poseerían desde el Medievo la parte más significativa de los olivares en cultivo, obteniendo con ello la mayor producción del aceite de oliva, cultivo, elaboración y consumo que compartían en un principio con judíos y musulmanes, y, después de la expulsión de éstos y aquellos, lo hubieron de hacer con los conversos que se quedaron a vivir en los reinos de España como nuevos cristianos, que en la mayoría de los casos no renunciaron en la intimidad a sus antiguas costumbres, es decir, compartían el aceite con lo que los cristianos viejos llamaron marranos y moriscos.
En los monasterios se distribuía cada día entre los monjes el aceite necesario y suficiente para sazonar sus comidas, pero sin despilfarro y sin codicia. Al respecto, una piadosa tradición cuenta que un día escaseando tanto el aceite entre las hermanas de su comunidad, incluso hasta para las más enfermas, Santa Clara (1193-1253) tomó una vasija y la puso fuera de los muros del convento, encontrándosela llena de aceite de oliva al ir a recogerla, teniéndose el hecho por un milagro como el de la multiplicación de los panes que en el refectorio de su comunidad también llevó a cabo la santa de Asís y paisana de San Francisco.
Pese a todo, el aceite de oliva ha tenido que padecer verdaderas cruzadas en las que se le ha tachado de plebeyo y heterodoxo, alimento propio de judíos y moriscos que se erigieron en sus albaceas cuando la cultura popular cristiana dominante lo rechazó, aunque paradójicamente se utilizara en los conventos, como ha quedado visto, y el propio San Isidoro de Sevilla (560-636) glosara sus bondades.
A principios del siglo XVII hay una recesión en el cultivo del olivo en España, y a ello contribuye de forma decisiva la expulsión en 1609 de los moriscos, que tan buenos conocedores eran de las prácticas agrícolas. Se cierra así un ciclo iniciado en la cultura oleícola hispanorromana, a la que seguiría una pérdida de interés de los visigodos por este cultivo, cuando ante las invasiones de los pueblos que los romanos llamaron bárbaros, el latín, junto al conocimiento heredado de la Antigüedad, la cultura culinaria y la olivicultura se habían refugiado en los monasterios. La llegada y posterior establecimiento de los árabes en suelo hispano hizo que aconteciera un nuevo auge del olivo, que culminaría en el reinado de los Reyes Católicos, en las fechas en las que América fue descubierta por Colón (1492), cuando se llegaron a plantar hasta cuatro millones de olivos, siendo entonces cuando una emulsión de aceite en agua con vinagre y unas migas de pan remojado, el gazpacho, acabe convirtiéndose en la base de la dieta alimenticia de los habitantes del sur de Europa.
Pero alguna esencia mágica de la divinidad que ha alimentado todos los tiempos y todas las culturas deberá tener el aceite de oliva virgen en su pureza, cuando con él nos ungen al llegar a la vida en el rito bautismal, y con él nos despiden al ungirnos cuando nos morimos. Es por ello por lo que, si con aceite de oliva virgen nos reciben cuando a la vida del cuerpo y del alma venimos, y con aceite de oliva virgen nos dan la última unción cuando la vida se nos va, justo es que, con el mejor de los aceites de oliva, el virgen extra, santifiquemos los alimentos que nos mantienen en ella. Es por tanto el aceite de oliva virgen, ante todo, el que le da sabor al universo cotidiano que nos rodea, el que atenúa la sequedad de las fibras de la carne, el que exalta lo suave, el que recrea lo dulce, el que atempera los gustos demasiado fuertes, el que lleva el sabor de las viandas al nivel deseado, el que en las cosas del paladar no se discute.
El aceite de oliva virgen extra supremo hacedor de sabores
La conjunción de los tres elementos de la cultura alimenticia del Mediterráneo ha sido una constante durante casi cuatro mil años, y sigue siéndolo ahora ya en el siglo XXI. Entre los 25 y 46 grados de latitud norte, el olivo ha encontrado su patria sin más fronteras que allí donde desaparece la tibieza húmeda del Mediterráneo. Su importancia cultural ha quedado patente en cómo los más antiguos alfabetos del Próximo Oriente otorgaban al olivo, delta, el cuarto lugar en el orden de las letras cósmicas, después del buey, alfa; la casa, beta; y el camello, gamma. Pueblos en los que tomar aceitunas negras a la sombra de un olivo con pan y queso de oveja era manjar propio de reyes. Tierras en las que, al aceite de oliva virgen, el verde dorado, llamaban aceite de agua zayt al-ma´, el aceite dulce que empleaban en sus mejores recetas, el primer aceite virgen salido de las aceitunas de mejor calidad. Nace en el mundo árabe el gusto por los fritos donde la isfiriya, o tortilla de huevos con sal, pimienta, cilantro seco, agua de cilantro verde, agua de menta, un poco de azafrán, un poco de levadura, comino, ajo majado y canela, cuajada en aceite de oliva virgen, se dobla sobre si misma hasta parecer canjilones de una noria.
Horacio por su parte, se deleita con los ova mellita, huevos con miel cuya receta requería dos onzas de miel por cada huevo. Marco Gavius Apicio (siglo I, tiempos de Tiberio), de cuya muerte –suicidio–, nos da noticia Seneca, en su libro De re coquinaria, nos da la receta de lo que él llama ova, sfongia ex lacte (tortilla de leche), parecido a las tortillas que le gustaban a Horacio, cuya traducción del latín podría ser ésta: «Se baten cuatro huevos en una hémina [1/4 litro] de leche, una onza [30gr] de aceite. En un recipiente adecuado [patellam, lo llama él] se calienta un poco de aceite al que se añade la preparación anterior. Cuando se haya cuajado por un lado se le da la vuelta y se cuaja por el otro. Se rocía todo con miel, se espolvorean con pimienta y se sirve.»
O aquellas otras recetas donde el aceite de oliva virgen atenuaba el sabor de la grasa del cordero e incluso le daba sabor a la leche, como es el caso de la muhlabiya, plato sabroso con el que un cocinero de Persia sorprendió a su vecino Muhlab ben Abi Safra, como nos cuentas las crónicas medievales. Por su parte, las gentes de la antigua Grecia tenían en el acónito su principal comida: pan mojado en aceite de oliva virgen y vino, acompañado de aceitunas, alguna carne y algún que otro pescado en salazón.
¿Qué si no han sido, y siguen siendo, nuestras tradicionales migas de pan en la dieta de las gentes de nuestros campos? De todos los platos que dan sabor a nuestra cocina, son las migas de pan, en su modestia rural, el más claro símbolo de la hermandad comunal, hermandad cultural que ha prevalecido durante siglos y a través de las cocinas regionales. Las migas, para que lo sean del todo, han de prepararse en amor y compaña. Entre todos se pica el pan, uno lo remoja y lo escurre a estrujones, otro prepara la sartén y vierte en ella el aceite de oliva virgen, otro pela los ajos y lava los rábanos, otro corta los torreznos, los chorizos y la morcilla para ser fritos, otro pela las sardinas arenques prensadas en cubas de madera, otro abre el melón y lava las uvas, todos las mueven para que no se quemen y por el antiguo rito gastronómico de nuestra cocina que es el de la cuchará y paso atrás, entre todos dan cuenta de ellas en el crisol inmenso de la sartén campera. Y la bota de vino de capitana, dando vueltas en el corro para que todo se haga como ha de hacerse, en su orden y en su concierto. Y en la tramoya, sin ser visto, el supremo hacedor de sabores, portador del secreto de que el pan sea uno en el universo de todos los ingredientes, el aceite de oliva virgen. No en vano la cultura popular nos ha dejado dicho que «dos que no se llevan bien, no hacen buenas migas». O aquel otro: «Aceite de oliva, todo mal quita», donde se intuyen y presienten desde la sabiduría popular sus virtudes medicinales, o este otro que completa al anterior: «Úntate con aceite, que, si no sanares, te pondrás reluciente».
Valgan estos ejemplos de la isfiriya andalusí, la ova mellita romana, la muhlabiya persa, el acónito griego y nuestras migas de pan, como referentes, tomados entre otros muchos posibles, de la cocina popular y tradicional, supremo arte de la paciencia, que, llegado el caso, nos hace paladear la Historia misma desde la sencillez del pan, el vino y el aceite de oliva virgen, unidos en sublime armonía.
Pero el aceite de oliva virgen, en un afán de universalidad, no quedó ceñido a la cuenca mediterránea, y aceptó de buen agrado los frutos que vinieron de América. ¿Qué hubiera sido de nuestras «pipirranas», de nuestros gazpachos, de nuestras salsas vinagretas, de nuestras ensaladas de verano, preludio de siestas en tiempos de siega y brindis al sol de botas de vino, sin el tomate, el pimiento y la patata que del Nuevo Mundo vinieron para descubrir los sabores de la Vieja Europa, del Mediterráneo antiguo eternamente joven y nuevo?
Y también desde la extrema sencillez, el aceite de oliva virgen, sin más compañía que el ajo y la sal, ha hecho una patria común de sabores en el «all-i-oli», ingredientes que, acrisolados en el cuenco del mortero de mármol o de loza, nunca de madera, ya se conociera en la vieja Roma, siendo desde entonces padre de todas las salsas, compañero reparador de carnes y pescados como nos viene a decir el viejo refrán coquinario: «A carne tiesa, salsa espesa».
La cocina tradicional, la del aceite de oliva virgen lo es sin duda, es una cocina estrechamente relacionada con el entorno natural de cada sitio, elaborada con todo aquello que tenemos cerca, al alcance mismo de la mano en el mercado de la plaza del pueblo, remansada y decantada a través de la imitación y la costumbre mimética traspasada y enriquecida de generación en generación. La cocina que Jean-François Revel llama sabia, la que innova, imagina y crea, se expone muchas a veces a tirar por derroteros que no hacen otra cosa que incitar al amante de la buena mesa al obligado retorno a la cocina del terruño, a la cocina tradicional y popular. Es por ello por lo que el guisandero innovador y creativo, el de la cocina sabia, que pierde los referentes y el contacto de la cocina popular, de la tradicional, rara vez conseguirá combinar algo realmente exquisito y no será más que un mero expendedor de billetes de retorno hacia la cocina de toda la vida. Es el aceite de oliva virgen uno de los eslabones y referentes obligados donde la cocina de siempre evoluciona, sin perderse, hacia una cocina innovadora e imaginativa.
Desde que el mundo es mundo, y aquellos aludidos monos del principio, ancestro de lo que hoy somos o pretendemos ser, una vez descubierta la cocina, la palabra y la risa, en animada tertulia echaron a rodar la mesa monte abajo descubriendo así la rueda, nos hemos venido preguntado cuál es el número perfecto de comensales que han de sentarse en concordia para dar cuenta de viandas en una amena charla. Ya en la vieja Roma nos dejaron dicho: «Han de ser más de las Tres Gracias y menos de las Nueve Musas», es decir, que se hace imprescindible que estén al menos la armonía física, la espiritual y la belleza, Eufrosina, Talía y Aglae que las tres gracias son. Y debe estar presente, al menos, la elocuencia de Caliope, las estrellas de Uranía, la mímica de Polimnia, la erótica de Erato, el movimiento estético de Terpsícore, el teatro de Talía y Melpómene, la música de Euterpe, y las leyendas de Clío.
El ya referido Brillat-Savarin, tenido como el primer gran escritor gastronómico desde las postrimerías del siglo XVIII, nos habla de la décima musa, de nombre Gasterea, que preside los deleites del paladar. Invitémosla, pues, también a nuestra mesa y como diosa encomendémonos a ella, madre de la Cultura Gastronómica, y ofrezcámosle como tributo los diferentes aceites de oliva, la mayoría producidos con las variedades de aceitunas “picual”, “picudo” y “hojiblanca”, que son afrutados, ligeramente amargos y huelen a la fragancia de las hierbas recién cortadas. Entre sus mejores cualidades cuentan con la gran resistencia que muestran al enranciamiento, gracias a la significativa cantidad de vitamina E que poseen. Son los aceites ideales para guisar pescados –únicos para oficiar un bacalao al pil-pil–, sofritos, guisos de cuchara, estofados, escabeches y todos aquellos platos que contengan ajo. Son especiales para endulzarles el corazón a las amargas alcachofas, o a sus primos los alcauciles o alcanciles, una de las tapas tabernarias éstas más antiguas de Andalucía.
Los aceites procedentes de la variedad “hojiblanca” están especialmente indicados para preparar los ajoblancos –ya sean de almendras o de habas secas- y los salmorejos cordobeses, del mismo modo que no hay nada como un aceite de oliva picual para atenuar el amargor de los espárragos trigueros, o para preparar en tortilla los “espárragos de piedra” que se dan en Sierra Morena, o para dar cuerpo a las “espinacas esparragadas” que se preparan en la ciudad de Jaén, con su picatoste y sus ajillos majados dando réplica al sabor frutado de estos aceites. Para urgir los platos preparados con setas primaverales nada como un “picual” de las Sierras de Segura y Cazorla, o de la denominación de Sierra Mágina, también en Jaén. “Picual”, también, para preparar una antañona y exquisita salsa en la que confluyen las tres culturas mediterráneas acrisoladas en las ensaladas con productos de nuestras huertas.
Veamos, sino, su receta: “Junto a un chorreón generoso de aceite de oliva picual virgen extra, se bate una cucharada de miel de abeja, otra de mostaza, y otra de un buen vinagre amontillado, y se incorpora a la ensalada sin más”. “Picual” para preparar el “remojón” de los moriscos de la Alpujarra elaborado con naranjas, cebolletas, tiras de bacalao, y aceitunas negras –conjunción de sabores agridulce como la vida misma–.
En la misma tónica y para las mismas aplicaciones habrán de utilizarse los aceites de Toledo, obtenidos de la variedad de la aceituna “cornicabra”, ligeramente amargos y picantes. Por su parte, los aceites del norte, como los del Bajo Aragón, se obtienen primordialmente de la variedad de la aceituna “empeltre”. Son viscosos y dulces, de paladar fino y con una mayor tendencia al enranciamiento. Son perfectos para elaborar mayonesas –sin tener que acudir al girasol–, o para condimentar platos ligeros de la llamada “nueva cocina” que requieren unos aceites cuyo sabor se quede siempre en un segundo plano para no eclipsar a los sabores protagonistas. Debido a ello son idóneos para preparar también los “ajoblancos” y algunas “pipirranas” en las que queremos que prevalezca el sabor del tomate.
Los aceites catalanes se obtienen de la variedad de aceituna “arbequina”, con olor a frutos secos que en muchos casos nos recuerdan la fruta verde. Son los adecuados para aliñar las ensaladas elaboraras con verduras de hojas amargas como la escarola, la endibia, la achicoria, los berros, el diente de león, la ruqueta o el jaramago, siendo los más indicados, como no podía ser de otra forma, para aliñar el muy afamado “pa amb tomaquet“ (pan con tomate) tan significativo en la cultura culinaria catalana. Están especialmente indicados para preparar el allioli -la salsa madre del Mediterráneo- siendo únicos para freír unas habas con cebolleta y jamón serrano.
El aceite de oliva virgen extra está adquiriendo, por méritos propios, los buenos usos y costumbres que tradicionalmente han adornado la gastronomía del vino, pero sin los tremendismos pitanceros de éstos, sin cursiladas ni amaneramientos innecesarios, y, sobre todo, a un precio más razonable y justo. No olvidemos que en la mayoría de los casos el vino es una inmejorable compañía de la comida, pero el aceite de oliva virgen extra es casi siempre la esencia misma del buen guiso que comemos. Al igual que con los vinos, habremos de afirmar que una buena comida se “merece” siempre un buen y adecuado aceite de oliva, y un mal guiso siempre “necesita” de un buen aceite que la remedie para no ser devuelta a los “corrales culinarios”, si es que se nos permite el símil taurino.
Decía el filósofo griego Platón –por seguir con otro filósofo- que para amarse es necesario conocerse, si bien es cierto que la mayoría de las veces nos queremos porque no nos conocemos. Conocer el aceite de oliva virgen extra –ese gran desconocido– es una tarea imprescindible para querer, y sobre todo defender, nuestras también ignoradas raíces culturales, las que nos hacen mantenernos en pie al socaire de los vientos que agitan la identidad irrenunciable de lo que somos, y de lo mucho que podemos mejorar, sin renunciar a nada esencial de nuestras entretelas gastronómicas.
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Swinburne, Henri: Voyage en Espagne en 1775 et 1776. Traducción del inglés.
Paris, 1787.
Vinci, Leonardo da: Notas de Cocina. Selección y comentarios de Shelagh & Routh. Ediciones Temas de Hoy. Madrid, 1989.
VV.AA.: Conferencias Culinarias. Tusquets – Los Cinco Sentidos. Barcelona, 1982.
Vieja friendo huevos. Diego Velázquez. Año 1618. Galería nacional de Escocia. Edimburgo.
En España, a diferencia de Francia, no existe una cocina nacional propiamente dicha. Hemos oído hablar siempre de la cocina francesa como “un todo culinario”, grandilocuente y a veces chovinista, de la identidad patria de Francia, mientras que cuando hablamos de la cocina española, la “unidad patria” se nos abre en tantos gajos como cocinas regionales coexisten en la mandarina hispana. Aquí, las cocinas del terruño, por nimias que parezcan, suelen acabar convirtiéndose en “grandes” patrias irrenunciables, y hoy por día hay quienes hablan de la cocina vasca, de la catalana, de la gallega, o de la cocina andaluza, por citar las más representativas, no invocando los recetarios tradicionales sino haciendo valer los estatutos de autonomía respectivos. Lo cierto es que rara vez coinciden en gastronomía las fronteras de los sabores con las de la geografía política. Pensar en la cocina local de tal o cual región como una de las primeras fuentes de identidad de los nacionalismos, es tanto como querer ponerle vallas al humo de los fogones donde se guisan.
Claro ejemplo de ello bien pudiera ser la provincia de Jaén. Hablar de una cocina jiennense desde el argumento de una identidad localista y pormenorizadamente diferenciadora, sería tanto como despojarla de una de sus cualidades más valoradas: la diversidad. Jaén como territorio colectivo de sus 97 municipios, con sus cinco sierras señeras y su amplia campiña, es ante todo diversa, porque diversos son sus paisajes, diversos son sus paisanajes, y, como no podía ser de otra forma, diversos son sus “saborajes”.
Para definir el saboraje hay que recurrir a un concepto íntimo que engloba todas las sensaciones que experimentamos cuando salimos de nuestro territorio habitual y pretendemos ser otro paisanaje en otro paisaje. Veamos un ejemplo que geográfica y literariamente nos es cercano. Si viajamos por La Mancha no será difícil asociar de una forma automática el paisaje de una llanura con el paisanaje de don Quijote, y por ende con los saborajes de los “duelos y quebrantos” y el vino manchego. Pasado el tiempo, al revivir la experiencia del viaje desde el recuerdo, lo que evocaríamos bote pronto no sería otra cosa que el saboraje, ese compendio de vivencias vividas en un paisaje habiendo sido otro paisanaje en el entorno de una mesa y sus sabores, esos que al igual de los paisajes no viajan, y por ello ha de ir el paisanaje a buscarlos allá donde son susceptibles de impregnarnos y marcarnos una vez que han sido alambicados como recuerdos para el futuro.
Siguiendo este hilo argumental se desarman por sí mismas las demarcaciones territoriales en base a una geografía política de nuestras cocinas regionales. No podemos hablar de una cocina andaluza, sino de las cocinas de Andalucía. Del mismo modo que no debemos hablar de la cocina jiennense, sino de las cocinas de Jaén. En España, en la que todo se polariza a través de su antagónico, es la gastronomía la que encuentra una tercera vía. Existen tres Españas en esencia: la de los cocidos, la de los asados y la de los fritos. Y si las dos primeras siempre han sido mejor repartidas y compartidas por el resto de las regiones, han sido los fritos los que han encontrado su mejor acomodo en las tierras del sur, en Andalucía, en las tierras de los olivos y de las almazaras, la tierra por excelencia del aceite de oliva virgen, el único que se obtiene por un mero proceso físico de extracción. Son, en definitiva, los fritos con aceite de oliva virgen los que conforman muchos de los saborajes de nuestras entretelas culturales y culinarias.
La convivencia cultural entre lo frito y lo cocido no siempre ha sido fácil, porque tras el aceite de oliva durante siglos se han construido barreras a veces insalvables y siempre injustas. Durante el siglo XVI, sobre todo, el hecho de comer tocino, beber vino y no hacer fritos con aceite de oliva, se convirtió en un signo manifiesto de ser cristiano viejo, de tal manera que el paladar de los castellanos, gallegos, asturianos y cántabros no estaba acostumbrado al sabor del aceite de oliva por encontrarlo recio y desagradable, usando para sus guisos básicamente las grasas del cerdo, la cual repugnaba tanto a musulmanes y judíos, como las frituras con aceite de éstos desagradaba a los cristianos. Valga como prueba de ello lo que sobre los judíos conversos escribe literalmente el bachiller Andrés Bernáldez, canónigo del arzobispo de Sevilla: «Así eran tragones e comilitones, que nunca dexaron el comer a costunbre judaica de mangarejos e olletas de adefinas e mangarejos de cebollas e ajos refritos con aceite, e la carne guisaban con aceite, e lo echaban en lugar de tocino o de grosura, por escusar el tocino; e el aceite con la carne e cosas que guisan hacen muy mal oler el resuello, e así sus casas e puertas hedían muy mal a aquellos mangarejos; e ellos eso mismo tenían el olor de los judíos, por causa de los manjares, e de no ser baptizados […]. No comían puerco sino en lugar forçoso.» («Historia de los reyes católicos D. Fernando y Doña Isabel, escrita por el bachiller Andrés Bernáldez«, en 1513. Sevilla, Imp. J.M Geofrin, 1870).
Resulta cuanto menos descabellada la conclusión del bachiller Andrés Bernáldez cuando dice que los judíos en aquella época olían mal no sólo por comer fritos hechos con aceite de oliva, sino también por no estar bautizados con agua bendita. ¡Con lo mal que se mezclan el aceite de oliva con el agua, aunque los bendigan!
No nos ha de extrañar por tanto que de las diez veces que el aceite es citado en El Quijote por Cervantes, sólo en una ocasión lo sea para referirse a él directamente como un ingrediente culinario. Las nueve veces restante será invocado como ungüento, combustible de candil, o arma arrojadiza por gárgola de almena. Es en la descripción de todo cuanto estaba preparado para festejar las bodas de Camacho cuando Cervantes lo trae a colación ante los ojos atónitos de hambre de Sancho Panza: “y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.” (II-20). A estas masas fritas Cervantes aludirá más tarde en el mismo capítulo llamándolas frutas de sartén, de tan notable presencia en la cocina judeoarábica de la época, y que han llegado hasta nosotros en forma de pestiños, hojuelas, roscos, torrijas y las muy tradicionales flores de Semana Santa.
Pero esta dicotomía entre lo cocido y lo frito en nuestra cultura culinaria, ha tenido una de sus anécdotas más representativas en la circunstancia de que el profesor y catedrático Gregorio Varela, presidente de la Fundación Española de la Nutrición, y Premio Grande Covían 2000, tuvo que demostrar científicamente en la I Conferencia sobre la Fritura de Alimentos, celebrada en 1986, que lo que está haciendo en realidad la mujer –presumiblemente la suegra del pintor– protagonista del popular y conocido cuadro de Velázquez, Vieja friendo huevos (1618), no es otra que freírlos en aceite de oliva, y no escalfarlos, como habían sugerido y defendido otros investigadores procedentes de tierras en las que el aceite de oliva no forma parte de su cultura culinaria.
Precisamente es este magistral cuadro de un andaluz tan significativo como Velázquez, una de las obras de arte en la que de forma más patente se funde el paisaje –el entono de una cocina del siglo XVII— con el paisanaje –la vieja y el niño— para evocarnos los saborajes del aceite de oliva virgen a través de las frituras, y hacemos hincapié en lo de “virgen” para dejar patente que se trata del aceite que se obtiene por extracción de la aceituna con medios mecánicos exclusivamente. ¿A quién de nosotros no le hubiera gustado estar en esa cocina, junto a esa mujer que oficia los huevos fritos y ese pinche pijalandrón, disputándoles el privilegio de ser el primero en mojar sopa en el sol de esas yemas? ¡Otra vez el paisaje, el paisanaje y el saboraje hechos arte!
Un huevo frito con aceite de oliva virgen siempre encierra en sí mismo un tratado sobre los saborajes. Viví en Canadá la experiencia de tomarme un huevo “frito” en margarina, cuando mis entretelas emocionales añoraban los huevos fritos que me preparaba mi abuela Encarna, y sinceramente, al probarlo oficiado de esa guisa, se conmovieron en mis esencias más íntimas los pilares de la cultura mediterránea que me habita. Dicen que al paisanaje del Mediterráneo nos brota un geranio en el costado izquierdo con el primer llanto al llegar a la vida. Geranio que alimentamos durante toda muestra existencia como una forma de ser y entender la andadura vital. Un huevo “frito” en margarina, lejos de nuestro paisaje cotidiano, puede hacer que se nos seque por espanto el geranio con el que adornamos nuestro costado de paisanaje del Mediterráneo.
Hay otras formas de secar el geranio de nuestra identidad culinaria y mediterránea: La reutilización excesiva y desproporcionada de un aceite en los fritos de nuestros recetarios, momento en el que nuestro aceite de oliva virgen deja de ser virgen para comenzar a ser mártir, y los saborajes sucumben entonces a manos de la “fritanga”, esa enemiga ruin de nuestra cocina y de nuestra esencia como pueblo que ante todo sabe ser el mejor de los paisanajes en cualquier paisaje a través de sus saborajes.
Durante la Edad Media en la España cristiana el destino principal del aceite de oliva no fue para ser consumido como ingrediente culinario, sino para utilizarlo en los oficios litúrgicos, ya fuera como santo óleo de unción o como combustible de candil. El aceite consagrado el Jueves Santo se distribuía entre todas las parroquias, como sucede también ahora, debiendo durar todo el año y, en caso de que se agotase, sólo podía obtenerse más cantidad con el permiso expreso del obispo de la diócesis. También los candiles que ardían en los altares debían ser alimentados exclusivamente con aceite de oliva, utilizándose así mismo desde antiguo como ingrediente de ungüentos sanadores.
Serían las órdenes religiosas, por tanto, las que poseerían desde el Medievo la parte más significativa de los olivares en cultivo, obteniendo con ello la mayor producción del aceite de oliva, cultivo, elaboración y consumo que compartían en un principio con judíos y musulmanes, y, después de la expulsión de éstos y aquellos, lo hubieron de hacer con los conversos que se quedaron a vivir en los reinos de España como nuevos cristianos, que en la mayoría de los casos no renunciaron en la intimidad a sus antiguas costumbres, es decir, compartían el aceite con lo que los cristianos viejos llamaron marranos y moriscos.
En los monasterios se distribuía cada día entre los monjes el aceite necesario y suficiente para sazonar sus comidas, pero sin despilfarro y sin codicia. Al respecto, una piadosa tradición cuenta que un día escaseando tanto el aceite entre las hermanas de su comunidad, incluso hasta para las más enfermas, Santa Clara (1193-1253) tomó una vasija y la puso fuera de los muros del convento, encontrándosela llena de aceite de oliva al ir a recogerla, teniéndose el hecho por un milagro como el de la multiplicación de los panes que en el refectorio de su comunidad también llevó a cabo la santa de Asís y paisana de San Francisco.
Pese a todo el aceite de oliva ha tenido que padecer verdaderas cruzadas en las que se le ha tachado de plebeyo y heterodoxo, alimento propio de judíos y moriscos que se erigieron en sus albaceas cuando la cultura popular cristiana dominante lo rechazó, aunque paradójicamente se utilizara en los conventos, como ha quedado visto, y el propio San Isidoro de Sevilla (560-636) glosará sus bondades.
A principios del siglo XVII hay una recesión en el cultivo del olivo en España, y a ello contribuye de forma decisiva la expulsión en 1609 de los moriscos, que tan buenos conocedores eran de las prácticas agrícolas. Se cierra así un ciclo iniciado en la cultura oleícola hispano romana, a la que seguiría una pérdida de interés de los visigodos por este cultivo, cuando ante las invasiones de los pueblos que los romanos llamaron bárbaros, el latín junto al conocimiento heredado de la Antigüedad, la cultura culinaria y la olivicultura se habían refugiado en los monasterios. La llegada y posterior establecimiento de los árabes en suelo hispano hizo que aconteciera un nuevo auge del olivo, que culminaría en el reinado de los Reyes Católico cuando se llegaron a plantar hasta cuatro millones de estas plantas, siendo entonces cuando una emulsión de aceite en agua con vinagre y unas migas de pan remojado, el gazpacho, acabe convirtiéndose en la base de la dieta alimenticia de andaluces, extremeños y manchegos.
En el capítulo XVII de la primera parte de El Quijote, se cuenta como un cuadrillero –una autoridad de aquella época equiparable a la guardia civil de nuestros días— ante la insolencia demente de don Quijote le propinó a éste un golpe con un candil lleno de aceite, candilazo que lo dejó maltrecho. Unas líneas más abajo, en el mismo capítulo, veremos como el aceite es citado formando parte del bálsamo que habría de remediar la agresión del cuadrillero:
“Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo;” […] -Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra,” (I, 17)
Los cuatro componentes que le solicita Sancho al ventero para hacer el “salutísimo bálsamo”, romero, aceite, sal y vino, se corresponden cada uno de ellos con los cuatro humores que según la teoría de Hipócrates (460 AC-377 AC), recogida después por Galeno (130-216), y que sobrevivió hasta el mismo siglo XVII, componían la estructura orgánica del ser humano: la sangre, relacionada con el elemento aire y referida al temperamento sanguíneo; la bilis negra (atrabilis), concerniente al elemento tierra y referida al temperamento melancólico; la bilis amarilla, en concordancia con el fuego y referida al temperamento colérico; y la flema, relacionada con el agua y referida al temperamento flemático. La teoría de los cuatro humores fue conocida por Cervantes a través del Examen de ingenio para las ciencias del médico y filósofo de origen navarro pero afincado en Linares Juan Huarte de San Juan (1529-1588), editado en Baeza en 1575, siendo notable la influencia de este último en la elaboración del perfil psicológico que Cervantes hace del hidalgo don Quijote, puesta ya de manifiesto por Rafael Salillas en su obra Un gran inspirador de Cervantes. El doctor Juan Huarte y su Examen de Ingenios, (Madrid, 1905), hasta tal punto que Cervantes ya en la portada de su obra nos habla de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, siendo definido “el ingenioso” en el Examen de ingenios por Huarte de San Juan, como alguien “temperamental”, con algo de “ocurrente” y no lejos de “extravagante”.
Según esta teoría, se consideraba que un individuo estaba sano cuando tenía un equilibrio interno entre los cuatro humores y sus cualidades primarias, lo que permitía la seguridad de sus partes físicas. Cuando este equilibrio se perturbaba se producía una enfermedad. Un desequilibrio humoral se generaba por la intervención del propio hombre o de su entorno y sus circunstancias, tales como la forma de vida y el tipo de trabajo, la alimentación sólida, la bebida y la actividad sexual. Se consideraba que el trastorno humoral podía ser en calidad o en cantidad, dando lugar a sustancias nocivas llamadas substancias pecantes, que debían ser eliminadas para lograr la curación. El tratamiento se basaba en el principio de contraria contrariis, esto es, basado en la creencia que entonces se tenía que lo contrario curaba lo opuesto. Cada uno de los humores era caliente, frío, húmedo o seco; era por ello por lo que los médicos de la época recetaban medicinas frías para las enfermedades calientes y remedios secos contra las húmedas.
Al mismo tiempo que estas medidas terapéuticas, en la época cervantina, también se usaban otros procedimientos basados en poderes sobrenaturales. Los exorcismos se aplicaban con bastante asiduidad en el manejo de los trastornos mentales, la epilepsia o la impotencia, sustituyéndose en estos casos el médico por el sacerdote. Desde la Edad Media la creencia en los poderes curativos de las reliquias era generalizada, y entonces se rezaba a santos especiales para el alivio de padecimientos específicos, teniendo cada mal o enfermedad un santo o santa abogada de ello, costumbre que aún persiste en nuestra cultura tradicional.
Los médicos no practicaban la cirugía, que estaba en manos de los cirujanos, los cuales no asistían a las universidades, no hablaban latín y eran considerados gente burda y de clase inferior. Muchos de ellos eran itinerantes, yendo de una ciudad a otra operando hernias (de ahí que se les llamara también sacapotras o sanapotras, sobre todo de forma despectiva cuando no eran muy diestros en el oficio), extraían cálculos biliares o cataratas, lo que requería experiencia y habilidad quirúrgica, o bien curando heridas superficiales, abriendo abscesos de pus, componiendo fracturas y colocando huesos dislocados en su sitio. Sus principales competidores eran los barberos, que además de rasurar barbas y cortar el cabello vendían ungüentos, sacaban dientes, aplicaban ventosas, ponían enemas y hacían sangrados abriendo directamente las venas (flebotomías).
También se utilizaría el aceite para darle cuerpo al famoso bálsamo con el que nuestro caballero andante es curado de las heridas que le produce uno de los gatos del Duque que pululaban por su aposento, confundido fatalmente por don Quijote con un maléfico encantador (Capítulo XLVI, parte segunda)
La fórmula de este famoso como caro bálsamo del siglo XVI con el que fue curado don Quijote se debe a Aparicio de Zubia, estando compuesto por “aceite de oliva, hipérico, romero, lombrices de tierra, trementina, resina de enebro, incienso y almáciga en polvo”. Su alto precio debió dar lugar al dicho popular “ser tan caro como el aceite de Aparicio”. Se utilizaba como cicatrizante de úlceras y llagas, siendo sus resultados increíbles, tanto los terapéuticos para el enfermo, como los económicos para el inventor, que además de tremendamente popular se hizo rico.
Su ingrediente principal era el hipérico, planta que por su riqueza en taninos se utilizaba desde la Antigüedad como un eficaz cicatrizante, considerado como el antibiótico de la Edad Media por la gran importancia que tuvo en la curación de las heridas de guerra. En el siglo XVI fue denominado Hierba de las heridas y posteriormente Hierba militar. El aceite de hipérico, componente básico del aceite de Aparicio, se elaboraba dejando macerar 100 gr. de hojas tiernas de esta planta en un litro de aceite de oliva durante mes y medio.
Puede sorprendernos desde los conocimientos actuales que en la fórmula del aceite de Aparicio aparezcan como ingredientes las lombrices de tierra. Al respecto hemos visto en la edición en castellano que su propio autor hizo en 1626 del Libro de los Secretos de Agricultura, Casa de Campo y Pastoril, de fray Miguel Agustín (1560-1630), prior del Temple de la villa de Perpignan, primera edición en catalán de 1617, una curiosa receta del aceite de lombrices que dice así:
“El aceyte de lombrices haréis tomando media libra de lombrices [algo menos de un cuarto de Kg.], y lavadlas muy bien con vino blanco; después las haréis cocer con dos libras de aceyte [casi un Kg. de aceite], y vino tinto, hasta la consumación del vino; después lo colareis, y exprimiréis todo, y lo reservareis para ungir, que es remedio singularissimo para confortar los nervios frígidos, y para el dolor de la espina.” (Pág. 238)
Estos ejemplos del uso del aceite de oliva en la época cervantina, nos deben dejar patente que ante todo debemos ver en nuestro aceite más un alimento saludable que se esparce por nuestras ricas pipirranas, que un mero medicamento que se venda en las boticas.
En el fondo, lo que yo quería era ser corresponsal de guerra, y esto lo digo en estas fechas que este periódico, Diario JAÉN, cumple sus primeros 80 años, y en el que llevo colaborando y unido a él casi cuatro décadas, desde que mi doblemente paisano, el recordado José Luis Codina, me abriera las puertas de esta casa. Pero de la misma forma que no soy cazador porque dudo que algún animal se dejara matar por mí, dudo también que yo tuviera cabida en alguna guerra, de esas en las que los poderosos mandan matar a los débiles sólo por la soberbia de sentirse más poderosos matando a débiles.
Si no puedo cambiar el mundo, al menos me conformo con cortarlo. Y los mostradores de las tabernas son un mundo, o muchos mundos diversos como las burbujas del agua carbónica que bullen y coinciden en el universo de un mismo sifón. Por eso, la vida me cambió el chaleco antibalas del corresponsal de guerra, con el cartel de “¡no disparen, soy periodista!”, por la paciencia infinita del corresponsal de barra, que espera cada día al duende de la vida leyendo el periódico, como Vladimiro y Estragón siguen esperando a Godot cada tarde.
El gran Antonio María Carême (1784-1833), el francés que es tenido en la Historia como «el cocinero de los reyes y el rey de los cocineros», inventor en su juventud del merengue y los crocantis, escribía a propósito del desplome del Imperio Romano, y de cómo se apagó allá en el siglo V ante las venerables barbas de San Crisóstomo, toda una civilización que había dominado el orbe conocido: «Cuando ya no hubo cocina en el mundo, tampoco hubo literatura, inteligencia elevada y rápida, ni inspiración, ni idea social». Fue el momento en el que Atila entró a saco con los «hunos» en la vieja Europa, y el buen comer, con sus entresijos culturales, hubo de refugiarse en las cocinas de los conventos y pasar la larga noche del Medievo.
La esencia última de la cultura de los pueblos del Mediterráneo reside en la especial querencia que las gentes del Mare Nostrum le tenemos a la calle. Es la plazuela, o la calleja íntima de un pueblo, o de un barrio, el cuenco en el que se subliman las esencias más puras de lo que somos, de lo que cada uno es como individuo o como colectivo.
No hay mayor crueldad, por tanto, para el paisanaje mediterráneo que encerrarlo entre las cuatro paredes de su propia casa, si no es para dormir, claro está, porque para vivir la vida en toda su extensión está la calle con sus múltiples facetas: la taberna, el bar, la tienda de barrio, la barbería, las casas de comidas cercanas a la parada de autobuses de los pueblos, la puerta de la iglesia el domingo por la mañana mientras tañen las campanas, la llamada a la oración de la tarde desde el alminar de la mezquita, los rabinos recitando el Talmud en la inmensidad del sábado, la churrería sosegando urgentes mañanas de inciertos lunes.
El gran triunfo de la cocina mediterránea es que sigue teniendo en sus bares y en las tabernas una forma de disfrutar de una gastrosofía vital en la que más importante que lo que se come y lo que se bebe, es con quién se hace.
Estos tiempos difíciles de la pandemia nos están poniendo de manifiesto que nuestros pueblos y ciudades sin sus bares son unos desiertos de emociones cotidianas. Nuestra gastronomía sin nuestra cultura de la tapa es como si la mascarilla se la hubieran puesto también a la esencia popular de lo que somos como cultura.
Colaboremos todos para que esta pesadilla pase pronto y en nuestros bares se oigan más órdenes a la cocina de que vayan marchando tapas, que silencios ante el miedo a un futuro incierto.
¡Venceremos y volveremos a nuestros bares de los que el virus nos echó! Pero para ello hay que erradicarlo desde la sensatez, y ya se encargará la sabiduría de la solidaridad tabernaria de reponernos el derecho irrenunciable a nuestra Cultura de los Bares.
¡Y que no se le ocurra a nadie elaborar una tapa denominada “pandemia”! porque sería amarga como la incertidumbre, ácida como el miedo y fría como una taberna sin parroquianos y sin corresponsales de barra.
Y algún día este #CorresponsalDeBarra podrá decir y escribir que hubo un tiempo durante la #PandemiaDe2020 que fue un #CorresponsalDeGuerra en la lucha contra el virus, los negacionistas, cabezas cuadradas, oportunistas de la política, políticos oportunistas, dromedarios sin desierto, robinsones sin isla, olas sin playa, poetas sin estrofas, partituras sin pentagramas, y sobre todo, agoreros de mundos peores que ellos son capaces de construirnos para nuestra desgracia. ¡Volveremos a las barras y volverán a ser nuestra patria de la concordia y de la palabra! Con mas banderillas picantes que banderas hirientes, con más ensaladilla rusa que rusos en la ensaladilla, con más callos con garbanzos, que garbanzos en los zapatos que nos aprietan los callos, con mas taberneros de cabecera que nos pregunten: ¿lo de siempre?, que quienes nos prometen el cielo y nos meten en un infierno repleto de «nuncas». Cuando todo esto pase diremos, si salimos vivos de él, que vivimos «el año menos pensado» (que alguna vez en la vida llega) en el que creímos que éramos tan diferentes en lo que la vida nos da, cuando todos somos tan iguales en lo que la vida es capaz de quitarnos, y llegado el caso, nos quita. ¡A mis amigos muertos, desde la emoción de la barra que compartimos! A mis amigos aún vivos: ¡A ver cuando nos vemos y echamos unas cañas! (A Jorge, in memoriam)
He oído decir en alguna ocasión que la cocina, del mismo modo que la gramática, la medicina, la moral y la ética, son artes de las llamadas normativas, en las que la descripción y la prescripción van unidas obligatoriamente. No podemos saber nada de la historia de la cocina, si no llegamos a comprender el origen por el que nacieron y se echaron a los fogones las primeras viandas que dieron lugar a los primeros «platos» más ancestrales.
La cocina, con su descripción, su prescripción, su historia, y todos los barnices de intelectualidad que queramos darle, procede de dos únicas fuentes: Una, popular hasta las entretelas, y otra que mana de las alacenas de las clases acomodadas, que han existido en todos los tiempos y en todos los sitios. Existe una cocina campesina de tierra a dentro, o una cocina de marengos a pie de playa, y existe, dándoles réplica a ambas, una cocina cortesana, amanerada y capitalina. Existe una cocina de ama de casa, de modesta cocinera doméstica, que hace milagros con la cartera para estirarla hasta fin de mes, y existe una cocina de profesionales que sólo su dedicación exclusiva y la pasión por el oficio les hacen sobrevivir en un mundo de los negocios cada vez más competitivo y agresivo, y sobre todo en una pandemia, como la que sufrimos ahora, tan difícil y tan dañina económica y socialmente
La cocina popular, hasta que llegaron los supermercados, ha estado estrechamente ligada al entorno natural de cada lugar, elaborada con todo aquello que se ha tenido al alcance mismo de la mano en el mercado de la plaza del pueblo, remansada y decantada a través de la imitación y la costumbre mimética, traspasada y enriquecida de generación en generación, con la viva voz de la tradición o con los entrañables recetarios de la abuela, escritos con más gastrosofía y amor que gramática y ortografía.
La otra cocina, la de las clases acomodadas, la cocina sabia que llama Jean-François Revel en su Festín en Palabras, (Tusquets,1980), reposa sobre la invención, la renovación y la experimentación. Es ésta la cocina que ha hecho revoluciones culinarias, muchas veces desconociendo que lo que daban por nuevo ya llevaba siglos dando vueltas por las cocinas de Europa. De este modo es fácil comprobar que lo que hoy se presenta con visos de excentricidad e innovación, la alianza de lo salado y lo dulce, por ejemplo, era el pan nuestro de la cocina medieval hasta casi el siglo XVIII.
La cocina sabia, que llama Revel, la que innova, imagina y crea, se ha expuesto la mayoría de las veces a tirar por derroteros que no han hecho otra cosa que incitar al amante de la buena mesa, al topógrafo de sabores, a un obligado retorno a la cocina del terruño, a la cocina tradicional, la cocina popular, a la cocina de siempre, que es la añorada cocina de la abuela.
Por todo lo visto, oído y degustado, es fácil llegar a la conclusión de que el guisandero innovador y creativo, el de la cocina sabia, que pierde los referentes y el contacto con la cocina popular, con la cocina tradicional, rara vez conseguirá combinar algo realmente emotivo, hacernos alcanzar la “gastroemoción”, y se convertirá en un expendedor de billetes para el retorno a la cocina del terruño, la de las viandas que da la tierra, desde la descripción y la prescripción aprendidas a pie de olla, con batuta de rasera y frac de mandilón.
Nos preparamos para vivir unas fiestas navideñas diferentes, en las que vamos a comprobar con la mascarilla puesta, que más importante que lo que comemos es con quién lo comemos (no más de seis por mesa), aunque sea con nuestro inevitable cuñado terraplanario, o con nuestra imperdible cuñada antivacunas, admiradora del ínclito Donald Trump y de toda su corte de los milagros extendida por todo el insensato orbe negacionista, voceado desde el eco de los necios.
Nunca imaginé que podría llegar el día en el que cantáramos el “Noche de Paz” con una mascarilla puesta en la boca del corazón, bajo un cielo sin ángeles que han huido más de nuestras insensateces que del maligno virus.
De la misma forma que el mal de la piedra se come tantos y tantos edificios de nuestro patrimonio monumental. ¡Ay, querido maestro Vandelvira! De igual modo que la polilla y la carcoma acaban con antiguos artesonados y artísticos retablos, los tópicos corroen nuestra cultura tradicional hasta diluirla en los colorines de algunos folletos turísticos.
De este modo, y agazapados en el tópico, bien podría decírsele a un turista visitante, y vendérselo como tal, que un menú típico andaluz sería el que llevara los siguientes platos:
Es por ello por lo que, al toparnos con las sopas de ajo, heraldo centinela de la cultura culinaria española, querubines de los santos fogones de los conventos medievales, de los cuales salió toda la cultura de Occidente y hasta la lengua que escribimos y casi hablamos, es conveniente sosegarse, darle un tiento a la bota, santiguarse y bañarse, sin que nos ahoguemos, en las aguas que corren entre la orilla de lo típico y lo tópico.
La sopa de ajo, sin huevo en las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena; con cebolla y pescado en Sabiote; con ajos fritos y «huevos estrellaos» en las villas del Condado; con abundante jamón en Linares; nacidas, según la leyenda, no por más exagerada menos bella, en el asedio de Cambil a la sombra del hambre guerrera de don Fernando el Católico; animosas y hacedoras del buen andar las de Martos, según Camilo José Cela, quien por su pluma sabemos también las siete condiciones alimentarias que les imponía don Ricardo de la Vega: «quitar el hambre, no traer sed, propiciar el sueño, ayudar la digestión, no enfadar, siempre agradar y criar la cara colorada«. Lo que, bien mirado, no es poco para un plato que, sin haber mamado la estirpe del encaje, la púrpura y los oropeles, sí tiene la honra de haber tenido como amas de cría a un mantel limpio y una cuchara con el brillo ecológico que sólo la arenilla de asperón sabía darle a la cubertería modesta.
Para comenzar un gazpacho andaluz, después unos huevos a la flamenca y rematando unos riñones al Jerez, y por qué no, de postre una leche frita con riá pitá de castañuelas. Todo ello aliñado con mucho sol y mucho olé torero y a ser posible servido por un camarero moreno de patillas de bandolero de los que alimentaron la leyenda de José María “El Tempranillo” en Despeñaperros.
Entre lo tópico y lo típico puede estar casi siempre lo castizo, rara vez lo auténtico, porque no es lo único, ni lo genuino, ni lo antiguo, sino más bien lo más determinativo, lo más significativo, en un momento específico de la manifestación de lo popular.
Nos empeñamos en darle valores de pureza y de cosa remota e invariable a la palabra tradicional, cuando la tradición no es más que una vieja noria que nos acuna en cangilones de barro nuevo.
Es la sopa de ajo el referente de lo auténtico, si bien ahora que lo pienso, lo auténtico eres tú cada vez que, ya seas hombre o mujer, te pones el mandil y en la soledad de los fogones le pones a la cazuela y el perol toda la verdad más ancestral que llevas dentro, es decir, lo que más te gustó oír de tus abuelos y lo que nunca quisieras oírles a tus nietos. La vida misma, pero calentita.
En unos tiempos en los que algunos se arrogan la bandera, el himno y la patria de todos como propia, uno recuerda al maestro Julio Caro Baroja, el de la sempiterna pajarita de profesor venerable, misógino por mor de que siempre le escasea el tiempo para amar precisamente a quien anda en los menesteres de investigarlo una vez hecho historia y costumbre. Avezado observador de pueblos y gentes, de ritos y mitos, de trabajos y técnicas, impenitente desfacedor de los entuertos que tópicos, equívocos y falsedades han creado en historiadores, antropólogos, etnólogos, folcloristas, e incluso en políticos de tercer o cuarto orden, que han tomado de la canción sólo el estribillo y a partir de ahí han querido justificar toda “su” sinfonía nacionalista. ¡La sopa de ajo, como los símbolos nacionales, es de todos! Como lo son las trébedes en las que cuece la olla irrenunciable de nuestra historia, pasada, presente y futura.
Me entero en estos días de que la empresa francesa que fabricó las vajillas, prácticamente irrompibles, de los hogares españoles de los años setenta del siglo XX, Duralex, cierra por quiebra después de 75 años. Atrás queda su propaganda para cambiar la blanca vajilla de loza de nuestras abuelas por unos platos y vasos que se vendían bajo el eslogan: «Utilícelo como un martillo, déjelo caer, golpéelo, hágalo pasar del hielo al agua hirviendo…«. Su nombre lo decía todo en latín: «Dura lex, sed lex», es decir la ley es dura pero es la ley.
Ante esta noticia que nos hace rememorar aquellas “sopas de letras que daban la vida” en una mítica conjunción gastronómica de pastas El Gallo con Avecrem, en aquellos platos trasparentes cuyos bordes labiados como pétalos, eran nuestras cenas en los comedores universitarios de Granada. Tiempos en los que nuestro plato preferido entonces era el “plato hondo”, que le cabía más, sobre todo repleto de los herejes garbanzos de los cocidos del lunes, o las piadosas lentejas viudas de los viernes.
Años más tarde, Duralex inventó el plato marrón y el verde que no nos daba la oportunidad de ver desde fuera las letras flotando en el Avecrem para formar palabras llenas de romanticismo: Te quiero, te espero, tu nombre, en el borde labiado de aquellos platos transparentes.
Un “duralex” se rompía y meses o años después seguías encontrándote los diamantes de sus últimos trozos perdidos al ir a retirar el frigorífico de la pared.
“Dura lex, sed lex”, es decir, la ley es dura, pero es la ley, que nos lleva desde el recuerdo de un plato transparente y prácticamente irrompible, a estos tiempos en los que la ley esta caducada en sus órganos de gobierno, y los políticos no se ponen de acuerdo en cómo organizar a los jueces, pero se tiran los platos en el parlamento. ¡Si Montesquieu levantara la cabeza!
Eso tenían de bueno los primitivos “duralex”, que antes de engullir su contenido uno se hacía una idea de lo que iba a comer, y ponía todo el ánimo y resiliencia para dar cuenta de ello. Es lo positivo de la transparencia, que lo mejor para tragarse un sapo es saber y asumir que es un sapo que hay que tragarse
Echa uno cálculos y comprueba la cantidad de sapos fanáticos que nos rodean: Políticos, económicos, religiosos, nacionalistas y hasta deportivos. Sin darnos cuenta los asumimos y nos los tragamos sin el menor espíritu crítico. En la bipolaridad mental que nos han sumergido sentimos la pereza de ser críticos en una sociedad en la que pervivimos como indigentes emocionales. En el fondo todo se reduce a contestar una pregunta mediocre: ¿Y tú con quien estás? ¿Y tú de quién eres? Como si debiéramos llevar grabado el hierro de la ganadería a “fuego y sumisión”, a modo de platos transparentes.
En unos tiempos de crisis económica y pandemias sanitarias en los que a la clase media que creció en torno a un plato hondo de Duralex se le está relegando al extremo de tener que buscar en los contenedores de basura algo que llevarse a la boca, la pasión por la cocina está cada vez más de moda. Ahora hay más niños que quieren ser cocineros, estrellas de los fogones, y cada vez menos niños quieren ser frailes, cuando aquello de “ser cocinero antes que fraile” ha sido sinónimo popular de ser doctor en la infinita pasión de la vida.
Reivindico aquí el pensamiento del canciller que tuvo que reconstruir la mitad de Alemania después de recoger los platos rotos del nazismo, Konrad Adenauer: “No hace falta defender siempre la misma opinión porque nadie puede impedir volverse más sabio”. No existe, por tanto, una opinión que valga más que una actitud plural y democrática, que no renuncie al debate y que no tema rectificar o evolucionar.
Jamás he visto a un fanático que esté dispuesto a pagar los platos que rompe. Será por ello por lo que les cabrea tanto a los que se les llena la boca diciendo que “hacen lo que tienen que hacer”, que otros “digan lo que tienen que decir”, desde la libertad y la tolerancia que cabe en el plato hondo de la democracia.